viernes, 25 de julio de 2008

La palabra

…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como perlas de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Que buen idioma el mío, que buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.

Pablo Neruda de "Confieso que he vivido"

martes, 15 de julio de 2008

Un hombre anda bajo la Luna...



Pena de mala fortuna
que cae en mi alma y la llena.
Pena.
Luna.

Calles blancas, calles blancas.
Siempre ha de haber luna cuando
por ver si la pena arranco,
ando
y ando.

Recuerdo el rincón oscuro
en que lloraba en mi infancia.
-Los líquenes en los muros.
-Las risas a la distancia.

Sombra. Silencio. Una voz
que se perdia.
La lluvia en el techo. Atroz
lluvia que siempre caía,
y mi llanto, húmeda voz
que se perdía.

Se llama y nadie responde.
Se anda por seguir andando.
Andar, andar. ¿hacia donde?
¿y hasta cuando?

Amor perdido y hallado
y otra vez la vida trunca.
Lo que siempre se ha buscado
no debiera hallarse nunca.

Uno se cansa de amar.
Uno vive y se ha de ir.
Soñar. ¿para que soñar?
Vivir. ¿para que vivir?

Siempre ha de haber calles blancas
cuando por la tierra grande
por ver si la pena arranca
ande
y ande.

Ande en noches sin fortuna
bajo el vellón de la luna,
como las almas en pena.

Pena de mala fortuna
que cae en mi alma y la llena.
Pena.
Luna

Neruda

miércoles, 2 de julio de 2008

Pedro Antonio González, una flor del mal en Chile

La literatura ha sido desde siempre un terreno habitado por seres torturados y dolorosamente sensibles, muchos de estos hombres y mujeres sucumbieron por su incomprendida manera de transmitir y ver la belleza, nos dejaron el encantamiento por las palabras y un puñado de pequeños soles en el papel.
Son las aves que graznaron menos fuerte en los cielos de la poesía, los olvidados, los moribundos del alma.

Hace ya más de cien años que se extinguió la llama del más autentico poeta maldito que conociera chile, una verdadera flor del mal que deambulo con la melancolía en los ojos y el desaliento en el corazón, por las calles de un Santiago que vivía los últimos días de la infausta e inútil revolución del 91
El poeta Pedro Antonio González nació el 22 de mayo de 1863, en la localidad de Coipué, comuna de Curepto en la séptima región. De pequeño sintió latir con vehemencia la vocación religiosa y expresó los deseos de convertirse al sacerdocio, pero extrañamente su tío Fray Pedro Armengol Valenzuela lo hizo desistir, y lo envío a estudiar a Santiago para que hiciera su aporte a la frágil economía familiar.
En Santiago el poeta comenzó la exploración de caminos señalados por la mas vanguardista poesía, de lugares y amistades reñidas con la religiosidad, hasta la perdida y muerte de su fe.
Los rumores sobre el descarriado joven llegaron hasta el apacible pueblo, y el buen tío tuvo que suspender las entregas de dinero, único sustento del estudiante.
Es en este punto donde se empieza a torcer la vida del joven cureptano y se comienza a hilar el mito del poeta bohemio.
Inflamado de ideas demasiado vanguardistas para la época, ideas por las que incluso sus pares lo llamaron padre del modernismo, emprende su viaje por los senderos más oscuros de la literatura marginal de nuestro país y de esos años.
Cuando aún no se apagaban los ecos de la artillería congresista penetrando a la devastada ciudad de santiago, y en los mismos días en que el presidente Balmaceda toma el camino de la inmortalidad en la legación argentina, se comenzaron a forjar las desventuras del poeta desgraciado. Con el escenario de la ciudad saqueada por el bando congresista y las persecuciones políticas (que no son una invención de nuestro siglo), comienza su adversa vida de poeta trágico.
En un Santiago muy distinto al actual, más desolado y frío, donde los servicios eran precarios y el alumbrado público casi no existía, el poeta se encontró solo y sin dinero en la pequeña y hostil ciudad que era Santiago. González prefirió la parte más marginal de la ciudad como refugio, la parte fea, el lugar en que desde la colonia se entierran nuestros muertos y se olvida a los locos de nuestra sociedad, igual de enferma y viciosa. El barrio Recoleta y Avenida la Paz con sus cementerios y sus casas de orates, se convirtieron en su nuevo hogar, el poeta en ciernes se instalo en esos arrabales de la locura y la muerte para nunca más salir.
Lector impenitente de Dante, Byron, Víctor Hugo, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, comenzó la metamorfosis, la conversión en un maldito, definición que aun no adquiría el valor que un siglo de renovación estética inspiraría en las jóvenes almas.
Enigmático, oscuro, huraño, melancólico, o como lo entenderíamos hoy, gótico, deambulaba por las sucias callejuelas del otro lado del río, en los oscuros bares de barriadas extremas, bebiendo el vino de los amaneceres, perdido en los suburbios con sus sucios manuscritos escondidos en los bolsillos.
El escritor Antonio Orrego Barros, amigo de Gonzáles, cuenta que este arrendaba una pequeña casita en la calle Salas, de la cual se reservaba una pequeña habitación y el resto lo subarrendaba a obreros que le adeudaban eternamente el pago, y a los que su bondadoso corazón y la hermandad que sentía por sus pares, impedían el lanzamiento a la calle.
En alguno de los períodos menos oscuro, cuando se ganaba la vida como profesor (a la manera de Allan Poe, que encuentra la tierna y momentánea salvación en los ojos de su prima, la dulce Virginia Clemm), el poeta se enamora de una de sus alumnas, Ema Contador.
Se casaron el martes 13 de mayo de 1897, ella vestida de colegiala.
Pero la sed asesina (la misma que mató a Allan Poe y a Verlaine) y su bohemia temible deshicieron el vínculo en muy corto tiempo.
Uno de los episodios más conocidos de su anárquica forma de vida, relata la noche de su boda, que los recién casados pasaron en un cuartucho aledaño a la casa de orates, y en el que sin siquiera tocar a la virgen, el poeta de la vanguardia se perdió en una noche de la parranda más desenfrenada. La pobre novia tuvo que soportar los gritos y alaridos de sus vecinos desquiciados aquella noche demencial. Ema, asustada, lo abandonaría pocos años después y se marcharía con un circo pobre, de los que recorren el país entregando su teatro miserable. El poeta le dedica los poemas «Sombra» y el «Asteroide XL».
De vuelta a su miseria, es difícil imaginar que convivió en el mismo tiempo y en una ciudad tan pequeña, con poetas de la talla de Rubén Darío (que poco tiempo atrás abriera un grifo Azul sobre los cerros de Valparaíso), Carlos Pezoa Véliz (que tuvo una vida tan atormentada como la del poeta de Curepto y que también terminaría en un final demoledor), de los cuales no quiso ser amigo ni compartir sus experiencias literarias.
Pero la explicación no ha de ser muy compleja, como recordaran sus amigos. González era de poco trato social, no rendía concesiones, ni gustaba del halago fácil; no se inclinaba ni otorgaba alabanzas. Bailaba en su pobreza con la gracia de un noble, odiaba los cenáculos literarios (sin mencionar su escasa difusión), podía ser muy pedante o extremadamente tímido.
Sus últimos años los pasó como el habitante más ilustre que ha tenido el mitológico bar “El Quitapenas”, lugar que se convirtió, alrededor de 1900 en su biblioteca, dormitorio, sala de trabajo y bar. La célebre habitación de Van Gogh haría palidecer a la del rapsoda. Formaban su miserable habitación, un catre de fierro, un lavatorio y una silla que usaba como improvisado escritorio, además de un cajón en el que guardaba sus manuscritos, (varios volúmenes de la más extraña y cósmica poesía), y con los que señaló nuevos horizontes para los jóvenes poetas.
El autor incurría en deudas en el Quitapenas, que por su mandato eran canceladas por Antonio Orrego Barros, su amigo de toda la vida.
Mientras su pensamiento se elevaba a alturas delirantes, su cuerpo se sumergía en la miseria. Sus ideas las concebía empapadas en la tinta del vino barato y deambulaba errático por las sucias calles del otro lado del río, porque González fue también un habitante del otro lado de la vida. Un espléndido escritor dedicado sólo a su pasión: la poesía. Desdeñando las facilidades de una vida sin complejidades. Un autor que se escapó de su época y aún es un adelantado para la nuestra, un bebedor, que pasó por la vida «con un atado de papeles sucios bajo el brazo», y le exprimió toda su esencia, sin venderse, heredándonos en ese montón de hojas sueltas toda una vida de trabajo y de pasión.
Un ejemplo que viaja a través del tiempo y se hace tan actual para los que transitamos por la vida sin darle un sentido, rendidos a la comodidad de nuestra fácil existencia.
De la propia mano del escritor conocemos un desgarrador retrato de sus últimos días: «cuando las puertas del hospital se cierran y ya está entrando el crepúsculo, me pongo triste. Esta sala se va oscureciendo poco a poco. Voy persiguiendo la luz que se va por arriba del muro. Entonces entra la luz mortecina del farol. Pienso las cosas más disparatadas… Y aunque me han puesto este biombo para que no mire a los otros enfermos, miro todas las camas y me imagino los rostros flacos, amarillentos con los ojos hundidos…».
Pedro Antonio González murió a los cuarenta años, el 3 de octubre de 1903, en una sala común del hospital San Vicente de Paúl, en Santiago. Llegó el momento en que las dos almas que formaron su compleja personalidad murieron abrazadas en la sala San Carlos de ese hospital.
Entre sus legados, nos dejó su libro «Ritmos» publicado póstumamente por su amigo Marcial Cabrera, su otra publicación, «Sus mejores poemas», 4ª edición, en 1927, es una recopilación prologada por su otro amigo, Armando Donoso.
Basado en su poema «El Monje», se hizo la primera película de la Andes Filmes, la trigésima hecha en el país. Una colección norteamericana, editada por la Universidad de California, «Modern Philology» le dedica el volumen 40 al estudio de su obra, y también se convirtió en protagonista de dos novelas «La Pluma Blanca», de Marcial Cabrera, y «El Laurel sobre la Lira», de Luís Enrique Délano. Además es reconocido en casi todas las antologías de literatura hispanoamericana. Una calle en Santiago lleva su nombre.
Ese es el amargo premio a un poeta que dedicó la vida y el alma a su obra, a pesar de que el tiempo y la oscuridad pretendieron ahogarlo en la ignorancia y el desconocimiento.
Se supone que su cuerpo descansa en su barrio de siempre, en el Cementerio General.
Su poesía sigue viva, sobre todo para los nuevos poetas que siguen sus aguas, y manejan un atadito de papeles, con círculos violáceos por las copas de vino o quemados por chispas de cigarrillos.


XIX

Sacerdote que manchas con los ojos
clavados en la tierra, donde pisas:
en la tierra que hartaste de despojos;
¡en la tierra que ahogaste de cenizas!

Parece que temieras que su seno
te devolviera el eco de tus pasos
en alas del estrépito de un trueno
cuyo rayo te hiciera mil pedazos.

Cuando tu mano trémula bendice
parece que sintieras en ti mismo
¡que Dios desde la altura te maldice
y que ríe Satán desde el abismo!




XXXII

Embriaga mis extáticos sentidos
la ardiente ondulación que se levanta,
al compás de tus rítmicos latidos
debajo de tu mórbida garganta.

Tras los encajes de la gasa leve
que tus senos de virgen medio encubre,
yo entreveo dos copos de la nieve
que torna en manantial el sol de octubre.