jueves, 25 de septiembre de 2008

Blue








Veré nuevos rostros
Veré nuevos días
Seré olvidado
Tendré recuerdos
Veré salir el sol cuando sale el sol
Veré caer la lluvia cuando llueve
Me pasearé sin asunto
De un lado a otro
Aburriré a medio mundo
Contando la misma historia
Me sentaré a escribir una carta
Que no me interesa enviar
O a mirar a los niños
En los parques de juego. Siempre llegaré al mismo puente
A mirar el mismo río
Iré a ver películas tontas
Abriré los brazos para abrazar el vacío
Tomaré vino sí me ofrecen vino
Tomaré agua si me ofrecen agua
Y me engañaré diciendo:
"Vendrán nuevos rostros
Vendrán nuevos días".

Jorge Teillier

martes, 2 de septiembre de 2008

Los amantes de Talca

“El romanticismo con todos sus defectos me cuenta entre sus partidarios”
Juan Mauricio Rugendas

Una mañana de 1834 descendía en el muelle de Valparaíso una extraña figura, un hombre apuesto y delgado, bien vestido, incluso de manera ostentosa. Cargado de telas y pinceles atraviesa el muelle en dirección a las polvorientas calles del puerto, instalándose entre los sorprendidos habitantes.
El pintor alemán Juan Mauricio Rugendas llegaba desde una incierta aventura en México, luego de un periplo que lo había llevado desde su natal Alemania hasta las costas de Brasil y el Caribe.
Alentado por el celebre explorador Alexander von Humboldt, a quien conoce en Paris junto a los primeros atisbos del romanticismo en boga, se embarca en una exploración al nuevo continente, embriagado por un trabajo de redescubrimiento de esa América poco conocida y exótica.
Durante sus viajes por el continente escucha nombrar la remota región de los andes llamada Chile, que parece atraerlo con su enigmático y desconocido llamado, el suave rumor de los nombre de extensos territorios salvajes y vírgenes, la gesta de un pueblo indomable, las leyendas de vastas riquezas. Sucumbe al llamado de esas tierras ignotas, la “terra incógnita”.
Permanece tres meses pintando como poseso en Valparaíso, debía proveerse el dinero para enviar a Alemania, crear su propio sustento y salvar su difícil situación económica, vivir de su arte.
El aventurero melancólico, el incomprendido pintor se prepara para su viaje a la capital del Reyno, ese Chile que despertaba de una modorra centenaria, adormecido por largos años de coloniaje, en el despertar de la republica, de un nuevo orden.
En Santiago se presenta ante las autoridades con la difícil tarea de explicar su oficio, “rara avis” en una pequeña ciudad donde el oficio del arte estaba confinado a monasterios y sencillos artesanos.
¿Que le esperaba en esta nueva y sorprendente tierra?.
El interminable viaje desde Valparaíso hasta Santiago debe haber sido impresionante, contemplar los verdes valles desde lo alto de las cuestas, con sus armonía de sembradíos y la riqueza de sus campos, arrieros con altos bonetes, recambio de caballos en sencillas postas que solo prodigaban un techo y alguna carne seca, además de pan y tabaco para el viaje.

La entrada a la capital.
Imaginemos una tibia tarde de noviembre, haciendo su entrada por el antiguo camino a Valparaíso, la actual calle San Pablo, a un Santiago minúsculo y pueblerino, con el trasfondo de la soberbia Cordillera de los Andes, con sus altos picos nevados bañados por la luz diáfana de la época, los tornasoles rosáceos que irradian una belleza nueva para los ojos del alemán, la bella y majestuosa cordillera en todo su esplendor para unos ojos vírgenes de tanta maravilla.
Respirar el aire límpido de la primavera, el suave arrullo de la brisa tibia en la cara mientras cabalga fatigado y satisfecho, que mas podía desear un pintor en esta tierra, el hermoso Chile.
Ya se había deslumbrado con el enorme océano desde su hospedaje en Valparaíso, alcanzando a vislumbrar el alcance de las nuevas maravillas de esas regiones.
Y aun faltaban las mujeres, oh, las mujeres!
Las autoridades vieron en él a un ser extraño, ¡un pintor europeo que no era cura!
Le encargaron levantar planos topográficos, había una avidez por conocer la tierra, los secretos del subsuelo, las riquezas de los bosques, el desierto incandescente, ¡había tanto por descubrir!, tanto que mirar y palpar, tanto por ver y clasificar.
Habían sido varios los embusteros que solo se dedicaron a explotar las arcas fiscales con la excusa de exploraciones, que las autoridades no dudaron en proveer de pasaportes y el encargo de topografiar el terreno a este extravagante y melancólico artista, que irradiaba una serenidad y seriedad tranquilizadora, confundidos quizás por su oficio de pintor de paisajes, como había declarado.
En la ciudad se une pronto a las tímidas veladas culturales que ofrecía una aristocrática dama criolla. Provisto de cartas de presentación proporcionadas por un colega alemán en México, pronto entra en los salones y cultiva la amistad de los mas influyentes personajes de la apacible villa criolla.
Se rodea de un pequeño y sólido circulo de amigos, en su mayoría extranjeros, también conoce a Don Andrés Bello y a Don Claudio Gay, cuenta con el aprecio de estos y es ayudado por la privilegiada situación que mantenían con el gobierno.
Pero su auténtico circulo, en el que descubría almas gemelas y apoyo desinteresado, era el que estaba compuesto por el cubano Rafael Valdés, los argentinos Domingo del Oro y Juan Godoy y el uruguayo Juan Espinoza. Estos amigos consideraban realmente su estampa de intelectual y artista, Rugendas era un indiscutible actor del gran arte europeo y ellos lo sabían, pero por sobre todo admiraban sus condiciones humanas, su romanticismo, privilegio de altos espíritus siempre condenados al sufrimiento irremediable. Tambien ellos se sabían desgraciados y la amistad se fundo sólida y perpetua.
Todos habían sido militares en las guerras de la independencia, habían luchado en todas las campañas y viajado por todo el continente guerreando por la libertad de América.
Lectores de Byron, Víctor Hugo, George Sand. Eran discípulos de la escuela romántica, y Rugendas era un maestro al que admiraban.
No eran intelectuales sobresalientes, pero Rugendas los prefería por sus altos preceptos humanos, además los unía la misma melancolía y los legítimos signos del romanticismo.
Deslumbrado por los tipos populares y las costumbre rurales, le atraían los caballos, disfrutaba con los trabajos del campo. Las trillas en colchagua, un paseo a los baños de Colina, realizando bocetos, detallando los trajes y aperos con una devoción por el trabajo del artesano.
Sus pinturas y dibujos tienen ese aire evocador, el prodigio de revelar lo festivo del momento y transmitir toda su belleza.
Su pequeña pintura “el huaso y la lavandera” evoca una tarde de septiembre tan característica de nuestro país, lo apacible del instante, la pulcra mirada sobre ese coqueteo inmortal en la pintura chilena que la convirtieron en icono.
A poco llegar realiza un álbum de tipos populares que se imprime en una litografía santiaguina, ¡extraordinario documento del pueblo que aun nos conmueve!
Ahí están “el lacho”, contorneando su cabalgadura, pavoneándose ante alguna bella dama; el aguatero cargado de vasijas de greda, un carretero con cara de cuma descansando, todos retratados con gracia, legándonos en esas laminas lo que jamás habríamos llegado a entrever, el alma del pueblo durante el siglo XIX.
Quiere absorberlo todo, y como buen romántico, decide un viaje al sur, necesita conocer a los valientes araucanos, vivir entre ellos, como lo habían hecho aventureros franceses e ingleses, cansados de la sociedad de la época.
Viaja sin descanso por los valles centrales, entre Linares, Cauquenes, Chillan, Longavi, Antuco, un exiliado del sur a la manera de Violeta.
Y Talca…oh en Talca!, le esperaba la recompensa a todas sus desdichas, lo que tanto anhelaba un espíritu como el suyo, un pobre extranjero solo, en un país lejano y extraño, un encuentro que torcerá la vida del artista y se prolongara como un murmullo hasta nuestros días.
Durante estos desplazamientos por la zona central, llego Rugendas a Talca, que era en esos tiempos el centro urbano mas importante entre Concepción y Santiago, el pueblo no carecía de interés y había una pequeña vida social a la que se unió el pintor, bien recibido en parte a su amplia cultura y bagaje intelectual. Se conecta rápidamente con las familias mas influyentes de la provinciana sociedad. Los Vergara, Los Astaburuaga, Los Donoso, Los Antunez y los Gutike...
Este encuentro es el más trascendental, el militar Eduardo Gutike era un hombre callado, había luchado en Europa en las campañas contra Napoleón y había sido exiliado a América acusado de matar a un compañero de armas, acá se unió a la lucha contra los españoles bajo las ordenes de San Martín, y en el Perú quedo cojo a raíz de un balazo en la cadera.
Alejado de los cuarteles y despojado de su grado de un plumazo por el ministro Portales, se encontró en Talca y se caso con la joven Carmen Arriagada, hermosa criolla con ese aire de melancolía y aproximación intelectual que amaba Rugendas.
El encuentro fue fulminante, el callado artista se mostró mas locuaz que de costumbre y extendió la primera visita por largas horas, desplegando todo su encanto y olvidándose de su compatriota Gutike, fascinado por la vivacidad de la esposa.
Hay acuerdo entre los amigos del pintor, Carmen Arriagada era un ser especial, una mujer inusual para su época, una adelantada libre de las convenciones de su país y de su sexo, progresista y culta, alejada de los añejos preceptos que tenían presas a sus congéneres en una sociedad semicolonial, en suma, una mujer extravagante para 1838.
Agnóstica, volteriana, gran lectora, librepensadora al fin, que encontró en el romántico pintor una veta donde saciar sus ansias de conocimiento y mundo. Desde ese instante la pequeña llama comenzó a crecer con el soplo de esa amistad sincera, poniendo en peligro todo su mundo de paz y tranquilidad en la sencilla villa de Talca.
Ese fue el comienzo de la relación, tímidamente se buscaban, Rugendas volvía con regularidad a la casa del militar, aspirando volver a encontrar a la bella mujer y cruzar sus miradas, el sentimiento romántico crecía sin que nada pudiera contenerlo, se evitaban por momentos, se alejaban por meses, anhelando el reencuentro. Todo esto al margen de la legalidad, sorprendidos en una relación que se tornaba cada día mas delicada.
Se potencian mutuamente, autores, libros, el arte, largos paseos por el campo.
Ella es la que alimenta ese amor, la que se sorprende cada día, la que se enamora, la que se inflama de pasión.
Quedaron sus cartas, la larga correspondencia que estos amantes sostuvieron por años. Rugendas era de una estructura romántica, y tiño ese amor americano con los colores de esa corriente, el amor autentico no se termina con la distancia ni con la muerte, pero era un imposible, y eso lo hacia mas desgraciado aun.
Eran el Frederic Chopin y la George Sand del nuevo mundo.
Imaginemos esta escena en la casa de Talca, mientras la noche ha caído y todos duermen en la casa. Ella queda sola en la habitación, alumbrada por un velón en su escritorio, mirando las estrellas que giran lentamente en el cielo, sola con sus pensamientos, con la libertad para evocar libremente a su amado, sin las vallas insalvables que da la luz del día.
Entonces vierte al papel su corazón desnudo, que anhela la libertad y esta condenado a la penumbra.
Sus cartas recuerdan el mejor romanticismo, dispersan esa pasión de los que se aman verdaderamente. “¿Por qué no te he conocido antes, mucho antes, para entregarte toda mi vida y solo te vi mas tarde cuando ya no podía ser tuya?” “Solo para ti puede ser mi amor” “preferiría morir antes que perderte” “algo indispensable para vivir me falta, cuando siento que tu no estas a mi lado”.
A veces un halito más profundo cae al papel, la combustión erótica impregna sus entrecortadas frases con la mas fina llama, rememorando el amor carnal, la evocación del placer en estas circunstancias se acerca al placer mismo, la imaginación corre y la flama incendia el papel. “No tengo tiempo de expresar, dice, las muchas sensaciones que gozo en una bella noche de verano, cuando el silencio es tan grande que uno puede percibir el ruido que hacen las plantas al desarrollarse”.
“A veces, recuerdo cuando sentada en tus rodillas yo sentía como tus manos recorrían mi cuerpo” la mente afiebrada recuerda los besos, la boca, el calor de los pechos desnudos.
Era una mujer casada que a pesar de ser libre intelectualmente, habitaba una sociedad pacata, en un pueblo adormilado por la rutina y las convenciones religiosas y sociales, el escándalo es inevitable y ese amor perdurara en el recuerdo de las damas talquinas durante décadas.
Rugendas se hospedaba en esa casa, salía en las mañanas al mercado y respiraba como un hombre feliz entre los cochayuyos recién llegados de la costa, el pescado seco, entre las carretas de verduras, entre los montones de queso de chanco o las chupallas de huilque, entre la olorosa greda, carbón, harina. En ese ambiente dibujaba y realizaba bocetos para futuros trabajos, dibujos que quedaron como testigos de su paso por chile, país donde residió por mas tiempo en su aventura americana y donde dejaría un amor que marcaría su vida.
Cinco años después de conocerla rugendas piensa seriamente en huir con ella, llevársela a Europa, pero duda, duda sobre su propia existencia, lo difícil que es aun para él sobrevivir como pintor. El poco éxito, los escasos encargos que recibe, convierten su estadía en un asunto penoso que a veces lo deja postrado en cama, y donde el recuerdo de la dulce talquina es su único consuelo.
Decide alejarse y realizar un viaje hacia las pampas argentinas, obsesionado con la misión que le encomendara Humboldt. En San Luís sufre un accidente grave, una caída a caballo que le deja secuelas perpetuas, un permanente tic y una leve cojera que lo acompañara el resto de su vida.
Regresa a Talca donde es cuidado solícitamente por Carmen, pero la situación se hace insostenible y debe alejarse nuevamente, con el dolor de los amantes.
Rugendas vuelve a Valparaíso. Los ajetreos de su viaje a la Arucania, la infortunada aventura al atravesar la cordillera hacia Mendoza y abatimiento al dejar a su fiel amiga en Talca, le hacen pensar en el suicidio. Pero aun le espera una nueva desdicha.
La esperanza de encargos en un poblado cosmopolita y lleno de actividad como Valparaíso, le dan esperanzas en un nuevo futuro. Imparte clases a algunos jóvenes con disposición natural al arte: José Gandarillas, Vicente Pérez Rosales, Gregorio Mira, Clara Álvarez Condarco.
La ultima es una bella joven, hija de ricos hacendados. Es posible que Rugendas haya posado sus ojos en la joven, pensando quizás en la solución para sus penurias económicas. Los padres apreciaban sus cualidades artísticas y personales, pero no vieron con buenos ojos el interés del pintor en su hija.
Carmen desfallece de amor en la inercia de Talca y enfermedades imaginarias la mantienen postrada, pero la amiga fiel escucha los requerimientos de Rugendas, el socorro a su alma que viaja desde el puerto, y decide el desplazamiento para comprobar con sus propios ojos el sufrimiento del amado. Ha confeccionado para si una cubierta para protegerse de ese amor que la posee, una serenidad exterior, una dignidad que privilegia al amigo a pesar de la condena del amor.
En Valparaíso observa la desdicha del compañero, pero Carmen con su fina penetración femenina distingue todo lo complejo del asunto, ha visto nacer una nueva pasión en el corazón del amado, sabe que la relación prohibida que mantienen no prosperara jamás impedida por sus ataduras y sufre por ello. Comprende al amigo y lo apoya, jamás podría inducirlo a romper con la joven.
Rugendas vive un infierno entre su autentico amor por Carmen y esa agitación que nace por la joven aristócrata, la relación con la familia de ella se vuelve cada vez mas tensa, Clarita no se pronuncia sobre lo que siente ¿Es amor?, difícil saberlo, y su tibieza es aprovechada por un nuevo enamorado que cuenta con el apoyo de la familia Condarco.
Confabulados, influyen sobre la joven y esta le escribe una fría carta de adiós al pintor.
Es la ultima desdicha, el postrer fracaso.
Valparaíso era el lugar donde había desembarcado casi diez años antes. Cuantas cosas habían pasado desde entonces, cuantos amigos y amores, jamás podría haber imaginado el alcance de su visita.
Diez días mas tarde, Rugendas se embarca hacia el Perú, jamás volverá a Chile y el recuerdo de su verdadero amor lo perseguirá hasta su muerte.
Era el 19 de noviembre de 1842.
Podemos imaginar la ultima entrevista con Carmen, una conversación deslizada entre el tormento por el amor no realizado, cada uno sabe lo que perdía, pero la loca esperanza en un nuevo día para ellos flotaba en el aire, una nueva primavera para enderezar el rumbo de sus corazones.
La joven soñadora de Talca, que en diez años de trato con el pintor había crecido y transformado en una persona superior, había abierto sus alas y comienza a escribir traducciones para el periódico “El Alfa “ de su pueblo y demostró vivo interés en el avance de la educación entre las mujeres.
Carmen enviudo joven aún y vivió hasta 1900.
Rugendas regreso a Europa con el drama de un desarraigado, ¿América había torcido su destino, había tomado otro camino? ¿Supo del alcance de su obra? ¿Qué fue de la joven Talquina que inflamo su corazón en la lejana región de los Andes? ¿Tuvo noticias de sus desdichados amigos? ¿Recordaría estos pasajes de su azarosa vida en las puertas de la muerte?
Nunca se libro de sus apreturas económicas y al final de sus días el alcance de su obra era menor. Había trabajado en exceso toda una vida preparándose para su verdadera obra artística y el tiempo se acababa.
Un infarto al corazón acabo con su vida el 29 de mayo de 1858.