jueves, 29 de abril de 2010

El Cuervo











Una triste medianoche, abatido, meditaba
sobre un libro muy curioso, de antigua ciencia olvidada.
Cuando el sueño me vencía, de pronto oí la cadencia
de unos golpes que alguien daba con mucho tiento en mi puerta.
Es –me dije- un visitante que llama desde el portal.
Sólo es eso y nada más.

Recuerdo muy claramente aquel diciembre funesto,
los rayos que proyectaban sus fantasmas en el suelo.
En mis libros yo buscaba, mientras llegaba la aurora,
algún consuelo al dolor por la muerte de Leonora,
de Leonora, a quien los ángeles Leonora pueden llamar.
Los ángeles, nadie más.

El rumor sedoso, incierto, de las púrpuras cortinas
me llenaba de ignoradas y terribles fantasías.
Para frenar mis latidos, repetía estas palabras:
“es tan sólo un visitante, que quiere entrar en mi estancia,
un visitante tardío que a mi estancia quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

De pronto me sobrepuse y sin más vacilación
Dije: “Señor o señora, imploro vuestro perdón;
pero el hecho es que dormía, y tan suave habéis llamado,
llamado con tal lisura a la puerta de mi cuarto,
que de oíros yo dudé”. Y entonces abrí el portal.
Y sólo vi oscuridad.

Mirando en la oscuridad, permanecí con temor,
soñando sueños que nadie nunca a soñar se atrevió;
mas no se rompió el silencio, ni la quietud de las sombras,
tan sólo se oyó un susurro con el nombre de Leonora.
Era el eco al devolverme lo que quise murmurar.
Sólo el eco, nada más.

Volví a mi cuarto otra vez, el alma toda me ardía,
Y oí de nuevo los golpes más sonoros todavía.
“Seguramente –me dije- , hay algo tras mi ventana;
voy a abrirla, a desvelar el misterio que ella entraña,
que se aquieten mis latidos, que lo voy a desvelar.
Es el viento y nada más”.

Abrí la ventana entonces y con coqueto arrebato
entró muy solemne un cuervo de las épocas de antaño.
Sin perder un solo instante, sin la menor reverencia,
con altivez se elevó hasta el dintel de mi puerta
y se posó sobre un busto de Palas en mi zaguán.
Y allí quedó, nada más.
Y entonces el ave de ébano a sonreír me llevó
por lo grave de su aspecto y su severa expresión.
“Eres osado –le dije- aunque tu cresta no asome,
cuervo espectral, desterrado de la plutónica noche,
Dime, pues, cuál es tu nombre, cuál tu nombre señorial”.
Dijo el cuervo: “Nunca más”

Me sorprendió que aquel pájaro tan desgarbado y ridículo
me oyese y me respondiera, aunque fuese sin sentido,
pues podemos convenir que jamás un ser humano
fue bendecido con ver, a la entrada de su cuarto,
pájaro o bestia en un busto encima de su portal
con tal nombre: “Nunca más”.

Mas el cuervo allí sentado sólo dijo esas palabras
como si su alma fluyera por completo al pronunciarlas.
Después no movió una pluma, ni dijo nada aquel pájaro,
hasta que al fin murmuré: “lo mismo que antes volaron
mis amigos y esperanzas, mañana se marchará”.
Dijo entonces: “nunca más”.

Estremecido al oír respuesta tan oportuna,
me dije: está repitiendo lo que aprendió vez alguna,
lo que tomó de algún amo al que siguió el infortunio
tan de cerca que sus cantos a un estribillo redujo,
sus cantos a la esperanza en tan sólo aquel refrán:
“nunca, nunca, nunca más”.

Como el cuervo aún trocaba en sonrisa mi tristeza,
puse un mullido sillón delante de él y la puerta,
y, hundido en el terciopelo, me puse yo a concebir,
ilusión tras ilusión, lo que quería decir
ese pájaro severo, desgarbado y ancestral
al repetir: “nunca más”.

Así, sentado, pensando, sin decir una palabra,
sintiendo cómo sus ojos mi corazón abrasaban;
esto y más conjeturé, con la cabeza apoyada
sobre el terciopelo púrpura que iluminaba una lámpara,
sobre el suave terciopelo donde no se sentará
ella nunca, nunca más.

Se volvió el aire más denso cual si hubiese un incensario
que algún serafín meciese con tintineo en sus pasos.
¡Desgraciado! -me grité- ¡Dios con sus ángeles obra
para que des una tregua al recuerdo de Leonora!
¡Bébete, aspira esta pócima para poderla olvidar!
Dijo el cuervo: ¡Nunca más!

¡Profeta! –grité- ¡Profeta, más que demonio o que pájaro!
Te haya enviado el Tentador o la tormenta empujado
hacia esta casa encantada, por el horror poseída,
ave osada, solitaria, yo te imploro que me digas
si existe en Galaad un bálsamo con el que pueda olvidar!
Dijo el cuervo: ¡Nunca más!

¡Profeta! –grité- ¡Profeta, más que demonio o que pájaro!
Por el cielo que nos cubre, por el Dios que veneramos,
dile a mi alma torturada si en el Edén que le espera
podrá abrazar a Leonora, a la radiante doncella,
a la que sólo los ángeles Leonora pueden llamar.
Dijo el cuervo: “Nunca más”

¡Que tus palabras –grité- nuestra ruptura provoquen!
¡Regresa a la tempestad y a la plutónica noche!
¡No dejes pluma en memoria de tus mentiras horrendas!
¡Déjame en mi soledad! ¡Deja el busto de mi puerta!
¡Saca el pico de mi pecho, tu figura del portal!
Dijo el cuervo: “Nunca más”.

Y el cuervo sigue posado, posado sigue a la espera
sobre ese busto de Palas que hay encima de mi puerta;
y su mirada parece la de un demonio que sueña,
y la luz de aquella lámpara su larga sombra proyecta;
y mi alma ya de esa sombra, de esa sombra fantasmal,
no se alzará nunca más.


Edgar Allan Poe

martes, 6 de abril de 2010

Botella al mar



















Y
tú quieres oír, tú quieres entender. Y yo
te digo: olvida lo que oyes, lees o escribes.
Lo que escribo no es para ti, ni para mí, ni
para los iniciados. Es para la niña que nadie
saca a bailar, es para los hermanos que
afrontan la borrachera y a quienes desdeñan
los que se creen santos, profetas o poderosos.

Jorge Teillier

Oda al caldillo de congrio



En el mar
tormentoso
de Chile
vive el rosado congrio,
gigante anguila
de nevada carne.
Y en las ollas
chilenas,
en la costa,
nació el caldillo
grávido y suculento,
provechoso.
Lleven a la cocina
el congrio desollado,
su piel manchada cede
como un guante
y al descubierto queda
entonces
el racimo del mar,
el congrio tierno
reluce
ya desnudo,
preparado
para nuestro apetito.
Ahora
recoges
ajos,
acaricia primero
ese marfil
precioso,
huele
su fragancia iracunda,
entonces
deja el ajo picado
caer con la cebolla
y el tomate
hasta que la cebolla
tenga color de oro.
Mientras tanto
se cuecen
con el vapor
los regios
camarones marinos
y cuando ya llegaron
a su punto,
cuando cuajó el sabor
en una salsa
formada por el jugo
del océano
y por el agua clara
que desprendió la luz de la cebolla,
entonces
que entre el congrio
y se sumerja en gloria,
que en la olla
se aceite,
se contraiga y se impregne.
Ya sólo es necesario
dejar en el manjar
caer la crema
como una rosa espesa,
y al fuego
lentamente
entregar el tesoro
hasta que en el caldillo
se calienten
las esencias de Chile,
y a la mesa
lleguen recién casados
los sabores
del mar y de la tierra
para que en ese plato
tú conozcas el cielo.

Pablo Neruda