lunes, 29 de diciembre de 2008

He sido un conocido de la noche







He
sido un conocido de la noche
He salido y he vuelto con la lluvia
he ido mas allá de la última luz de la ciudad

He visto la callejuela más triste de la ciudad
Me he cruzado con el sereno en su ronda
Y he bajado los ojos, sin querer explicar nada

Me detuve y se detuvo el ruido de mis pasos
Cuando un grito interrumpido llegó de lejos
Desde las casas de otra calle

Pero no para llamarme o hacerme regresar
Y vi más lejos aún
que a una altura sobrenatural
Un reloj luminoso proclamaba contra el cielo

Que el tiempo no es verdadero ni falso
He sido un conocido de la noche

Robert Frost

martes, 9 de diciembre de 2008

Noche







Sobre la nieve se oye resbalar la noche

La canción caía de los árboles
Y tras la niebla daban voces

De una mirada encendí mi cigarro

Cada vez que abro los labios
Inundo de nubes el vacío

En el puerto
Los mástiles están llenos de nidos

Y el viento
gime entre las alas de los pájaros

LAS OLAS MECEN EL NAVÍO MUERTO

Yo en la orilla silbando
Miro la estrella que humea entre mis dedos

Vicente Huídobro

Imitando a un poeta de principios de siglo







He recorrido tan pocos caminos
y he cometido tantos errores.
Risible vida, risibles contradicciones,
así fue y así será siempre.

Me entristece mirarte. Otros labios
desgastaron el calor y el latido de tu cuerpo.
Qué importa. Qué importa que caigan sin sentido
tantas lloviznas muertas.

No las temo. No temo
el moho ni la podredumbre amarillenta.
No nací para una vida dulce y una sonrisa.

El patio de la casa está sembrado
de los cerezos color de osamenta.
Sí, elegí el invierno
y el marchitarse sin ruido
no debe entristecer a nadie.

Jorge Teillier

La Portadora








Y si te amo, es porque veo en ti a la Portadora,
La que, sin saberlo, trae la blanca estrella de la mañana,
el anuncio del viaje
A través de días y días trenzados como hebras de lluvia
cuya cabellera, como la tuya, me sigue.
Pues bien sé yo que el cuerpo no es sino una palabra más,
más allá del fatigado aliento nocturno que se mezcla, la rama de
canelo que los sueños agitan tras cada muerte, que nos une,
pues bien sé yo que tú y yo somos sino una palabra más
que terminará de pronunciarse
tras dispensarse una a otra
como los ciegos entre ellos se dispensan el vino, ese sol
que brilla para quienes nunca verán.

Y nuestros días son palabras pronunciadas por otros,
palabras que esconden palabras más grandes.
Por eso te digo tras las pálidas máscaras de estas palabras
y antes de callar para mostrar mi verdadero rostro:
“Toma mi mano, piensa que estamos entre la multitud aturdida
y satisfecha ante las puertas infernales,
y que ante esas puertas, por un momento, llenos de compasión,
aprisionamos amor en nuestras manos
y tal vez nos será dispensado
conservar el recuerdo de una sola palabra amada
y el recuerdo de ese gesto,
lo único nuestro”.

Jorge Teillier

martes, 25 de noviembre de 2008

El desorejado que descubrió Chile


En el invierno de 1535, una hueste de hombres hoscos y rudos cruzaba el desierto de Atacama y se disponía a descender a los valles mas fértiles de Copiapó.
El adelantado capitán Diego de Almagro se internaba en uno de los parajes mas infernales del planeta, arrastrando a los duros conquistadores tras su marcha, desatando una crueldad brutal en los pobres indios que los ayudaban con el transporte.
Los violentos soldados iniciaron crueles tratamientos entre la población indígena del valle, al no obtener noticias de oro o riquezas, una noche trágica quemaron vivos a 23 infelices indios.
La conquista española trajo al nuevo mundo dos tipos de hombres: los hidalgos (hijos de algo), descendientes de españoles con cierto linaje, muy bajo, los otros eran analfabetos y delincuentes, aventureros del bajo pueblo, a este grupo pertenecía el capitán Almagro y su mesnada.
Pronto se corrió la voz de que los extraños centauros de piel blanca, portaban bajo las corazas de acero una barbarie nunca antes vista, y las cumbres de los cerros se encendieron con hogueras de aviso entre las distintas poblaciones indígenas.
Entre estas muestras de hostilidad la columna de españoles avanzaba, como fantasmas entre los resplandores siniestros de las llamas.
Almagro era bajo y grueso, feo como el diablo, pero de un genio alegre y generoso, suplía su falta de educación con una especie de ingenua fe en su destino.
Había conseguido del gobernador Pizarro la autorización para descubrir los territorios al sur del Cuzco, sin saber que caía en una trampa, había alcanzado la gloria junto a Pizarro al destronar a Atahualpa, y este lo enviaba al infierno, sin pasaje de vuelta.
Almagro ordeno proseguir la marcha hasta la provincia de “Chili”, descendieron al valle de Aconcagua, los expedicionarios cruzaron el valle de la Lúa (Ligua) y llegaron hasta el centro de Quillota, aquí encontraron la sorpresa mas grande de su épico viaje.
Michimalongo, el señor de estas tierras, lo esperaba con grandes agasajos, el desconcierto de los duros conquistadores fue mayúsculo. Entre los caciques y las hordas de indios pudieron ver a un extraño personaje, un hombre blanco que se ocultaba tímidamente entre los autóctonos habitantes.
Era un español sin orejas, calvo como un melón, que vestía como los demás indígenas.
Él había organizado el recibimiento con bailes y chicha de maíz y había preparado la cordial bienvenida que los habitantes del valle mostraban en ese momento .
Fue así como Almagro pudo penetrar en el valle sin señales de hostilidad.
¿Pero quien era este hombre?
Era el tercero de cuatro hermanos que habían luchado junto a Pizarro en Perú, se llamaba Pedro Calvo, pero había cambiado su nombre al de Gonzalo Barrientos. Descubierto en un robo tras la derrota de Atahualpa, Pizarro ordeno que le cortaran las orejas como escarmiento para los feroces conquistadores.
Dominado por la vergüenza, el desorejado encontró generoso amparo en Atahualpa, que lo ayudo a escapar al sur, otorgándole una especia de salvoconducto.
Pedro Calvo llegó de esta manera hasta los valles de Aconcagua, y se adaptó a la manera de vivir de los indios.
Se ganó el aprecio de Michimalongo ayudándolo en algunas batallas y lo convenció de prestar ayuda a los conquistadores, pero también advirtió a estos de la inexistencia de oro y riquezas, la desolación de Almagro fue indescriptible, había gastado su fortuna y la de su hijo en esa empresa inútil, frustrado decidió volver a Perú, en este ultimo viaje lo acompaño Calvo, guiándolos por caminos menos duros.
El extraño desorejado perdió la vida en una de las revueltas en Perú, a las ordenes de Almagro, así termino la vida del verdadero descubridor de Chile, el desorejado Pedro Calvo o Gonzalo Barrientos.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Genio y figura







Yo soy como el fracaso total del mundo, ¡oh, Pueblos!
El canto frente a frente al mismo Satanás,
dialoga con la ciencia tremenda de los muertos,
y mi dolor chorrea de sangre la ciudad.
Aún mis días son restos de enormes muebles viejos,
anoche «Dios» llevaba entre mundos que van
así, mi niña, solos, y tú dices: «te quiero»
cuando hablas con «tu» Pablo, sin oírle jamás.
El hombre y la mujer tienen olor a tumba,
El cuerpo se me cae sobre la tierra bruta
Lo mismo que el ataúd rojo del infeliz.
Enemigo total, aúllo por los barrios,
un espanto más bárbaro, más bárbaro, más bárbaro
que el hipo de cien perros botados a morir.

Pablo de Rokha

lunes, 3 de noviembre de 2008

Esperando tu email



Abrir mi correo
en el computador
esperando encontrar
un email tuyo
y no encontrarlo
abrirlo cada día
cada hora
cada minuto
y no encontrarlo
y tener miedo
de mirar mi correo
y pasar los ojos
por cada mensaje
buscando el tuyo
y no encontrarlo
y estar a punto
de romper la pantalla
de un puñetazo
y no encontrarlo
pero abrirlo de nuevo
y de repente
ver tu nombre
y leer el texto
aguantando apenas
la respiración
y llegar temblando
a la última línea
a la última palabra
y no querer respirar
nunca más en la vida
y querer caer muerto
encima del teclado

Oscar Hahn

Los "Puetas"

Concluida la batalla de Chorrillos, los soldados de la retaguardia recorrían la desolación del campo de batalla sembrado de cadáveres en busca de heridos, sepultando a ras de arena a los cientos de muertos, en un espectáculo dantesco bañado por la luz del crepúsculo. En la guerrera de un soldado se encontró una carta, en el pintoresco lenguaje de los rotos de ese siglo, el soldado Silvestre Pérez relata a su madre como llegó a la guerra, y lo que aconteció antes de eso, desde su llegada a la estación de trenes en Santiago el mismo día en que Chile declaraba la guerra a Perú y Bolivia. Este es el relato de la extraordinaria carta.

Pérez cuenta que apenas llegado del mineral de caracoles se encontró en la estación de trenes de Santiago con un extravagante personaje, vestido por completo de negro, con una levita ajustada en las caderas y unos pantalones muy anchos, moreno y con una larga cabellera sucia, con unos bigotes de largas guías que caían como columpios y un sombrero de alas anchas color pizarra. Se llamaba Bernardino Guajardo.
El extraño le explicó a Pérez que en la ciudad solo existían dos lugares donde un minero podía divertirse, la “fonda popular” en La calle de San Diego con el camino de Cintura (Av. Matta) y la famosa fonda “el arenal” de la Peta Basaure, lugar donde se reunían los “puetas” de esta tierra y se apostaba a las peleas de gallos, esto pareció decidir al minero y se encaminaron hasta la calle ancha de “Maruri”, al otro lado del Mapocho.
Pérez describe el lugar como una casona de adobe y tejas, muy grande, con dos patios interiores y un ancho portón donde fumaban tres melenudos vestidos como su nuevo amigo, sostenían unos enormes pliegos en las manos y discutían acaloradamente.
Guajardo se los señalo y le explico que eran sus compañeros, los mentados puetas: el ciego Hipólito Casas Cordero, el gran Nicasio García y el extraño Chago Moore.
Desde el comienzo sintió el minero la mirada taladrante del Gran Nicasio, y como este lo seguía con la vista a través de los patios, desde el reñidero de gallos hasta el la fonda, donde se instaló en una mesa con Guajardo.
Bernardino se disculpó con el minero y se metió en una alejada habitación con los otros melenudos, en eso apareció una morena cuarentona y sabrosa, contorneando su grueso y firme cuerpo, de anchas caderas y unos labios de intenso rojo, verla y enamorarse fue todo uno para el minero, era la famosa Peta Basaure, la dueña del arenal.
Al poco tiempo volvieron los “puetas”, tan agitados como antes, Bernardino Guajardo interrumpió la música y entregó los pliegos a los parroquianos, tenían unos extraños dibujos en la parte superior y abajo unos versos llenos de patriotismo que llamaban a enrolarse y defender la patria amenazada, la guerra había sido declarada, era el día 5 de abril de 1879. En la fonda se elevó un murmullo inquieto, y los rudos hombres del lugar lanzaron un espontáneo ¡viva Chile!
La Peta aquietó los ánimos y ordeno a los músicos que tocaran unas cuecas, ofreció vino por cuenta de la casa, el ambiente estaba cargado de pesadumbre y eso no iba con el carácter de la valiente mujer.
Pérez comprendió la intención de la Peta y con un guiño picaresco la saco a bailar, sintiendo la mirada del gran Nicasio clavada como un puñal en la espalda.
Nicasio tomó una guitarra y lanzó unos versos cargados de ironía, burlándose de Pérez que aún llevaba el “culero” de cuero de lo mineros.
Pérez no se amilanó y respondió con unas payas en honor a la estrafalaria figura del “pueta”, que desataron las risas de los parroquianos, y más aún las de la peta que se elevaron estridentes sobre las demás voces.
El minero continúa relatando como los ánimos se caldearon a tal punto, que de las payas pasaron a las ofensas, la peta Basaure se plantó al medio del salón y les ordenó que conservaran la calma, con una mirada de entendimiento, los dos hombres pasaron al reñidero de gallos, decididos a disputarse la morena a cuchilladas.
¿Que decir?, el minero estaba acostumbrado a ese tipo de peleas, se amarraron los pies con la faja del Silvestre Pérez y este sacó a relucir el enorme corvo que se utiliza en la faenas mineras, en menos de cinco minutos el pueta García estaba tendido cuan largo era en la arena y los gritos de espanto alertaron a la Peta y a la policía al mismo tiempo.
Pérez fue arrestado en el mismo momento, la Peta Basaure con lagrimas en los ojos se enfrento a los guardias, con frases llenas de pasión defendió al minero, el pueta había muerto en una pelea justa, el que podría estar abatido en la cancha de gallos podría ser el mismo minero. Ella se había enamorado también del valiente y audaz Silvestre Pérez, y aceptaba su destino como mujer decidida que era. ¿Como en esos momentos en que la patria corría peligro, iban a privarla de unos brazos fuertes que la defendieran?, ella tomaría al minero y se enrolarían para ir a la guerra, con la promesa de defender la patria hasta la última gota de sangre, era tanta la elocuencia de sus palabras, que los guardias aceptaron sus firmes argumentos.
En ese instante un destacamento de enrolamiento recorría la calle Maruri, un soldado redoblaba un pequeño tambor, mientras otro leía la declaración de guerra y llamaba a los valientes al enganche.
La Peta dejo “el arenal” en manos del ciego Casas Cordero, y tomando de la mano al minero corrieron en dirección al grupo de soldados, prometiendo no volver hasta que la patria estuviera a salvo.
Así concluye la carta donde el minero revelaba a su madre su nuevo amor y los motivos que lo llevaron a la guerra, Silvestre murió en Chorrillos y la gran Peta Basaure se dejo morir curando un herido bajo una granizada de balas en la batalla de Miraflores, a las puertas de la victoria final, la entrada en lima.

martes, 21 de octubre de 2008

Mujeres









La mujer imposible,
La mujer de dos metros de estatura,
La señora de mármol de Carrara
Que no fuma ni bebe,
La mujer que no quiere desnudarse
Por temor a quedar embarazada,
La vestal intocable
Que no quiere ser madre de familia,
La mujer que respira por la boca,
La mujer que camina
Virgen hacia la cámara nupcial
Pero que reacciona como hombre,
La que se desnudó por simpatía
Porque le encanta la música clásica
La pelirroja que se fue de bruces,
La que sólo se entrega por amor
La doncella que mira con un ojo,
La que sólo se deja poseer
En el diván, al borde del abismo,
La que odia los órganos sexuales,
La que se une sólo con su perro,
La mujer que se hace la dormida
(El marido la alumbra con un fósforo)
La mujer que se entrega porque sí
Porque la soledad, porque el olvido...
La que llegó doncella a la vejez,
La profesora miope,
La secretaria de gafas oscuras,
La señorita pálida de lentes
(Ella no quiere nada con el falo)
Todas estas walkirias
Todas estas matronas respetables
Con sus labios mayores y menores
Terminarán sacándome de quicio.

Nicanor Parra

jueves, 25 de septiembre de 2008

Blue








Veré nuevos rostros
Veré nuevos días
Seré olvidado
Tendré recuerdos
Veré salir el sol cuando sale el sol
Veré caer la lluvia cuando llueve
Me pasearé sin asunto
De un lado a otro
Aburriré a medio mundo
Contando la misma historia
Me sentaré a escribir una carta
Que no me interesa enviar
O a mirar a los niños
En los parques de juego. Siempre llegaré al mismo puente
A mirar el mismo río
Iré a ver películas tontas
Abriré los brazos para abrazar el vacío
Tomaré vino sí me ofrecen vino
Tomaré agua si me ofrecen agua
Y me engañaré diciendo:
"Vendrán nuevos rostros
Vendrán nuevos días".

Jorge Teillier

martes, 2 de septiembre de 2008

Los amantes de Talca

“El romanticismo con todos sus defectos me cuenta entre sus partidarios”
Juan Mauricio Rugendas

Una mañana de 1834 descendía en el muelle de Valparaíso una extraña figura, un hombre apuesto y delgado, bien vestido, incluso de manera ostentosa. Cargado de telas y pinceles atraviesa el muelle en dirección a las polvorientas calles del puerto, instalándose entre los sorprendidos habitantes.
El pintor alemán Juan Mauricio Rugendas llegaba desde una incierta aventura en México, luego de un periplo que lo había llevado desde su natal Alemania hasta las costas de Brasil y el Caribe.
Alentado por el celebre explorador Alexander von Humboldt, a quien conoce en Paris junto a los primeros atisbos del romanticismo en boga, se embarca en una exploración al nuevo continente, embriagado por un trabajo de redescubrimiento de esa América poco conocida y exótica.
Durante sus viajes por el continente escucha nombrar la remota región de los andes llamada Chile, que parece atraerlo con su enigmático y desconocido llamado, el suave rumor de los nombre de extensos territorios salvajes y vírgenes, la gesta de un pueblo indomable, las leyendas de vastas riquezas. Sucumbe al llamado de esas tierras ignotas, la “terra incógnita”.
Permanece tres meses pintando como poseso en Valparaíso, debía proveerse el dinero para enviar a Alemania, crear su propio sustento y salvar su difícil situación económica, vivir de su arte.
El aventurero melancólico, el incomprendido pintor se prepara para su viaje a la capital del Reyno, ese Chile que despertaba de una modorra centenaria, adormecido por largos años de coloniaje, en el despertar de la republica, de un nuevo orden.
En Santiago se presenta ante las autoridades con la difícil tarea de explicar su oficio, “rara avis” en una pequeña ciudad donde el oficio del arte estaba confinado a monasterios y sencillos artesanos.
¿Que le esperaba en esta nueva y sorprendente tierra?.
El interminable viaje desde Valparaíso hasta Santiago debe haber sido impresionante, contemplar los verdes valles desde lo alto de las cuestas, con sus armonía de sembradíos y la riqueza de sus campos, arrieros con altos bonetes, recambio de caballos en sencillas postas que solo prodigaban un techo y alguna carne seca, además de pan y tabaco para el viaje.

La entrada a la capital.
Imaginemos una tibia tarde de noviembre, haciendo su entrada por el antiguo camino a Valparaíso, la actual calle San Pablo, a un Santiago minúsculo y pueblerino, con el trasfondo de la soberbia Cordillera de los Andes, con sus altos picos nevados bañados por la luz diáfana de la época, los tornasoles rosáceos que irradian una belleza nueva para los ojos del alemán, la bella y majestuosa cordillera en todo su esplendor para unos ojos vírgenes de tanta maravilla.
Respirar el aire límpido de la primavera, el suave arrullo de la brisa tibia en la cara mientras cabalga fatigado y satisfecho, que mas podía desear un pintor en esta tierra, el hermoso Chile.
Ya se había deslumbrado con el enorme océano desde su hospedaje en Valparaíso, alcanzando a vislumbrar el alcance de las nuevas maravillas de esas regiones.
Y aun faltaban las mujeres, oh, las mujeres!
Las autoridades vieron en él a un ser extraño, ¡un pintor europeo que no era cura!
Le encargaron levantar planos topográficos, había una avidez por conocer la tierra, los secretos del subsuelo, las riquezas de los bosques, el desierto incandescente, ¡había tanto por descubrir!, tanto que mirar y palpar, tanto por ver y clasificar.
Habían sido varios los embusteros que solo se dedicaron a explotar las arcas fiscales con la excusa de exploraciones, que las autoridades no dudaron en proveer de pasaportes y el encargo de topografiar el terreno a este extravagante y melancólico artista, que irradiaba una serenidad y seriedad tranquilizadora, confundidos quizás por su oficio de pintor de paisajes, como había declarado.
En la ciudad se une pronto a las tímidas veladas culturales que ofrecía una aristocrática dama criolla. Provisto de cartas de presentación proporcionadas por un colega alemán en México, pronto entra en los salones y cultiva la amistad de los mas influyentes personajes de la apacible villa criolla.
Se rodea de un pequeño y sólido circulo de amigos, en su mayoría extranjeros, también conoce a Don Andrés Bello y a Don Claudio Gay, cuenta con el aprecio de estos y es ayudado por la privilegiada situación que mantenían con el gobierno.
Pero su auténtico circulo, en el que descubría almas gemelas y apoyo desinteresado, era el que estaba compuesto por el cubano Rafael Valdés, los argentinos Domingo del Oro y Juan Godoy y el uruguayo Juan Espinoza. Estos amigos consideraban realmente su estampa de intelectual y artista, Rugendas era un indiscutible actor del gran arte europeo y ellos lo sabían, pero por sobre todo admiraban sus condiciones humanas, su romanticismo, privilegio de altos espíritus siempre condenados al sufrimiento irremediable. Tambien ellos se sabían desgraciados y la amistad se fundo sólida y perpetua.
Todos habían sido militares en las guerras de la independencia, habían luchado en todas las campañas y viajado por todo el continente guerreando por la libertad de América.
Lectores de Byron, Víctor Hugo, George Sand. Eran discípulos de la escuela romántica, y Rugendas era un maestro al que admiraban.
No eran intelectuales sobresalientes, pero Rugendas los prefería por sus altos preceptos humanos, además los unía la misma melancolía y los legítimos signos del romanticismo.
Deslumbrado por los tipos populares y las costumbre rurales, le atraían los caballos, disfrutaba con los trabajos del campo. Las trillas en colchagua, un paseo a los baños de Colina, realizando bocetos, detallando los trajes y aperos con una devoción por el trabajo del artesano.
Sus pinturas y dibujos tienen ese aire evocador, el prodigio de revelar lo festivo del momento y transmitir toda su belleza.
Su pequeña pintura “el huaso y la lavandera” evoca una tarde de septiembre tan característica de nuestro país, lo apacible del instante, la pulcra mirada sobre ese coqueteo inmortal en la pintura chilena que la convirtieron en icono.
A poco llegar realiza un álbum de tipos populares que se imprime en una litografía santiaguina, ¡extraordinario documento del pueblo que aun nos conmueve!
Ahí están “el lacho”, contorneando su cabalgadura, pavoneándose ante alguna bella dama; el aguatero cargado de vasijas de greda, un carretero con cara de cuma descansando, todos retratados con gracia, legándonos en esas laminas lo que jamás habríamos llegado a entrever, el alma del pueblo durante el siglo XIX.
Quiere absorberlo todo, y como buen romántico, decide un viaje al sur, necesita conocer a los valientes araucanos, vivir entre ellos, como lo habían hecho aventureros franceses e ingleses, cansados de la sociedad de la época.
Viaja sin descanso por los valles centrales, entre Linares, Cauquenes, Chillan, Longavi, Antuco, un exiliado del sur a la manera de Violeta.
Y Talca…oh en Talca!, le esperaba la recompensa a todas sus desdichas, lo que tanto anhelaba un espíritu como el suyo, un pobre extranjero solo, en un país lejano y extraño, un encuentro que torcerá la vida del artista y se prolongara como un murmullo hasta nuestros días.
Durante estos desplazamientos por la zona central, llego Rugendas a Talca, que era en esos tiempos el centro urbano mas importante entre Concepción y Santiago, el pueblo no carecía de interés y había una pequeña vida social a la que se unió el pintor, bien recibido en parte a su amplia cultura y bagaje intelectual. Se conecta rápidamente con las familias mas influyentes de la provinciana sociedad. Los Vergara, Los Astaburuaga, Los Donoso, Los Antunez y los Gutike...
Este encuentro es el más trascendental, el militar Eduardo Gutike era un hombre callado, había luchado en Europa en las campañas contra Napoleón y había sido exiliado a América acusado de matar a un compañero de armas, acá se unió a la lucha contra los españoles bajo las ordenes de San Martín, y en el Perú quedo cojo a raíz de un balazo en la cadera.
Alejado de los cuarteles y despojado de su grado de un plumazo por el ministro Portales, se encontró en Talca y se caso con la joven Carmen Arriagada, hermosa criolla con ese aire de melancolía y aproximación intelectual que amaba Rugendas.
El encuentro fue fulminante, el callado artista se mostró mas locuaz que de costumbre y extendió la primera visita por largas horas, desplegando todo su encanto y olvidándose de su compatriota Gutike, fascinado por la vivacidad de la esposa.
Hay acuerdo entre los amigos del pintor, Carmen Arriagada era un ser especial, una mujer inusual para su época, una adelantada libre de las convenciones de su país y de su sexo, progresista y culta, alejada de los añejos preceptos que tenían presas a sus congéneres en una sociedad semicolonial, en suma, una mujer extravagante para 1838.
Agnóstica, volteriana, gran lectora, librepensadora al fin, que encontró en el romántico pintor una veta donde saciar sus ansias de conocimiento y mundo. Desde ese instante la pequeña llama comenzó a crecer con el soplo de esa amistad sincera, poniendo en peligro todo su mundo de paz y tranquilidad en la sencilla villa de Talca.
Ese fue el comienzo de la relación, tímidamente se buscaban, Rugendas volvía con regularidad a la casa del militar, aspirando volver a encontrar a la bella mujer y cruzar sus miradas, el sentimiento romántico crecía sin que nada pudiera contenerlo, se evitaban por momentos, se alejaban por meses, anhelando el reencuentro. Todo esto al margen de la legalidad, sorprendidos en una relación que se tornaba cada día mas delicada.
Se potencian mutuamente, autores, libros, el arte, largos paseos por el campo.
Ella es la que alimenta ese amor, la que se sorprende cada día, la que se enamora, la que se inflama de pasión.
Quedaron sus cartas, la larga correspondencia que estos amantes sostuvieron por años. Rugendas era de una estructura romántica, y tiño ese amor americano con los colores de esa corriente, el amor autentico no se termina con la distancia ni con la muerte, pero era un imposible, y eso lo hacia mas desgraciado aun.
Eran el Frederic Chopin y la George Sand del nuevo mundo.
Imaginemos esta escena en la casa de Talca, mientras la noche ha caído y todos duermen en la casa. Ella queda sola en la habitación, alumbrada por un velón en su escritorio, mirando las estrellas que giran lentamente en el cielo, sola con sus pensamientos, con la libertad para evocar libremente a su amado, sin las vallas insalvables que da la luz del día.
Entonces vierte al papel su corazón desnudo, que anhela la libertad y esta condenado a la penumbra.
Sus cartas recuerdan el mejor romanticismo, dispersan esa pasión de los que se aman verdaderamente. “¿Por qué no te he conocido antes, mucho antes, para entregarte toda mi vida y solo te vi mas tarde cuando ya no podía ser tuya?” “Solo para ti puede ser mi amor” “preferiría morir antes que perderte” “algo indispensable para vivir me falta, cuando siento que tu no estas a mi lado”.
A veces un halito más profundo cae al papel, la combustión erótica impregna sus entrecortadas frases con la mas fina llama, rememorando el amor carnal, la evocación del placer en estas circunstancias se acerca al placer mismo, la imaginación corre y la flama incendia el papel. “No tengo tiempo de expresar, dice, las muchas sensaciones que gozo en una bella noche de verano, cuando el silencio es tan grande que uno puede percibir el ruido que hacen las plantas al desarrollarse”.
“A veces, recuerdo cuando sentada en tus rodillas yo sentía como tus manos recorrían mi cuerpo” la mente afiebrada recuerda los besos, la boca, el calor de los pechos desnudos.
Era una mujer casada que a pesar de ser libre intelectualmente, habitaba una sociedad pacata, en un pueblo adormilado por la rutina y las convenciones religiosas y sociales, el escándalo es inevitable y ese amor perdurara en el recuerdo de las damas talquinas durante décadas.
Rugendas se hospedaba en esa casa, salía en las mañanas al mercado y respiraba como un hombre feliz entre los cochayuyos recién llegados de la costa, el pescado seco, entre las carretas de verduras, entre los montones de queso de chanco o las chupallas de huilque, entre la olorosa greda, carbón, harina. En ese ambiente dibujaba y realizaba bocetos para futuros trabajos, dibujos que quedaron como testigos de su paso por chile, país donde residió por mas tiempo en su aventura americana y donde dejaría un amor que marcaría su vida.
Cinco años después de conocerla rugendas piensa seriamente en huir con ella, llevársela a Europa, pero duda, duda sobre su propia existencia, lo difícil que es aun para él sobrevivir como pintor. El poco éxito, los escasos encargos que recibe, convierten su estadía en un asunto penoso que a veces lo deja postrado en cama, y donde el recuerdo de la dulce talquina es su único consuelo.
Decide alejarse y realizar un viaje hacia las pampas argentinas, obsesionado con la misión que le encomendara Humboldt. En San Luís sufre un accidente grave, una caída a caballo que le deja secuelas perpetuas, un permanente tic y una leve cojera que lo acompañara el resto de su vida.
Regresa a Talca donde es cuidado solícitamente por Carmen, pero la situación se hace insostenible y debe alejarse nuevamente, con el dolor de los amantes.
Rugendas vuelve a Valparaíso. Los ajetreos de su viaje a la Arucania, la infortunada aventura al atravesar la cordillera hacia Mendoza y abatimiento al dejar a su fiel amiga en Talca, le hacen pensar en el suicidio. Pero aun le espera una nueva desdicha.
La esperanza de encargos en un poblado cosmopolita y lleno de actividad como Valparaíso, le dan esperanzas en un nuevo futuro. Imparte clases a algunos jóvenes con disposición natural al arte: José Gandarillas, Vicente Pérez Rosales, Gregorio Mira, Clara Álvarez Condarco.
La ultima es una bella joven, hija de ricos hacendados. Es posible que Rugendas haya posado sus ojos en la joven, pensando quizás en la solución para sus penurias económicas. Los padres apreciaban sus cualidades artísticas y personales, pero no vieron con buenos ojos el interés del pintor en su hija.
Carmen desfallece de amor en la inercia de Talca y enfermedades imaginarias la mantienen postrada, pero la amiga fiel escucha los requerimientos de Rugendas, el socorro a su alma que viaja desde el puerto, y decide el desplazamiento para comprobar con sus propios ojos el sufrimiento del amado. Ha confeccionado para si una cubierta para protegerse de ese amor que la posee, una serenidad exterior, una dignidad que privilegia al amigo a pesar de la condena del amor.
En Valparaíso observa la desdicha del compañero, pero Carmen con su fina penetración femenina distingue todo lo complejo del asunto, ha visto nacer una nueva pasión en el corazón del amado, sabe que la relación prohibida que mantienen no prosperara jamás impedida por sus ataduras y sufre por ello. Comprende al amigo y lo apoya, jamás podría inducirlo a romper con la joven.
Rugendas vive un infierno entre su autentico amor por Carmen y esa agitación que nace por la joven aristócrata, la relación con la familia de ella se vuelve cada vez mas tensa, Clarita no se pronuncia sobre lo que siente ¿Es amor?, difícil saberlo, y su tibieza es aprovechada por un nuevo enamorado que cuenta con el apoyo de la familia Condarco.
Confabulados, influyen sobre la joven y esta le escribe una fría carta de adiós al pintor.
Es la ultima desdicha, el postrer fracaso.
Valparaíso era el lugar donde había desembarcado casi diez años antes. Cuantas cosas habían pasado desde entonces, cuantos amigos y amores, jamás podría haber imaginado el alcance de su visita.
Diez días mas tarde, Rugendas se embarca hacia el Perú, jamás volverá a Chile y el recuerdo de su verdadero amor lo perseguirá hasta su muerte.
Era el 19 de noviembre de 1842.
Podemos imaginar la ultima entrevista con Carmen, una conversación deslizada entre el tormento por el amor no realizado, cada uno sabe lo que perdía, pero la loca esperanza en un nuevo día para ellos flotaba en el aire, una nueva primavera para enderezar el rumbo de sus corazones.
La joven soñadora de Talca, que en diez años de trato con el pintor había crecido y transformado en una persona superior, había abierto sus alas y comienza a escribir traducciones para el periódico “El Alfa “ de su pueblo y demostró vivo interés en el avance de la educación entre las mujeres.
Carmen enviudo joven aún y vivió hasta 1900.
Rugendas regreso a Europa con el drama de un desarraigado, ¿América había torcido su destino, había tomado otro camino? ¿Supo del alcance de su obra? ¿Qué fue de la joven Talquina que inflamo su corazón en la lejana región de los Andes? ¿Tuvo noticias de sus desdichados amigos? ¿Recordaría estos pasajes de su azarosa vida en las puertas de la muerte?
Nunca se libro de sus apreturas económicas y al final de sus días el alcance de su obra era menor. Había trabajado en exceso toda una vida preparándose para su verdadera obra artística y el tiempo se acababa.
Un infarto al corazón acabo con su vida el 29 de mayo de 1858.

viernes, 25 de julio de 2008

La palabra

…Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan… Me prosterno ante ellas… Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito… Amo tanto las palabras… Las inesperadas… Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen… Vocablos amados… Brillan como perlas de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío… Persigo algunas palabras… Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema… Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto… Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola… Todo está en la palabra… Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces… Son antiquísimas y recientísimas… Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada… Que buen idioma el mío, que buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma. Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras.

Pablo Neruda de "Confieso que he vivido"

martes, 15 de julio de 2008

Un hombre anda bajo la Luna...



Pena de mala fortuna
que cae en mi alma y la llena.
Pena.
Luna.

Calles blancas, calles blancas.
Siempre ha de haber luna cuando
por ver si la pena arranco,
ando
y ando.

Recuerdo el rincón oscuro
en que lloraba en mi infancia.
-Los líquenes en los muros.
-Las risas a la distancia.

Sombra. Silencio. Una voz
que se perdia.
La lluvia en el techo. Atroz
lluvia que siempre caía,
y mi llanto, húmeda voz
que se perdía.

Se llama y nadie responde.
Se anda por seguir andando.
Andar, andar. ¿hacia donde?
¿y hasta cuando?

Amor perdido y hallado
y otra vez la vida trunca.
Lo que siempre se ha buscado
no debiera hallarse nunca.

Uno se cansa de amar.
Uno vive y se ha de ir.
Soñar. ¿para que soñar?
Vivir. ¿para que vivir?

Siempre ha de haber calles blancas
cuando por la tierra grande
por ver si la pena arranca
ande
y ande.

Ande en noches sin fortuna
bajo el vellón de la luna,
como las almas en pena.

Pena de mala fortuna
que cae en mi alma y la llena.
Pena.
Luna

Neruda

miércoles, 2 de julio de 2008

Pedro Antonio González, una flor del mal en Chile

La literatura ha sido desde siempre un terreno habitado por seres torturados y dolorosamente sensibles, muchos de estos hombres y mujeres sucumbieron por su incomprendida manera de transmitir y ver la belleza, nos dejaron el encantamiento por las palabras y un puñado de pequeños soles en el papel.
Son las aves que graznaron menos fuerte en los cielos de la poesía, los olvidados, los moribundos del alma.

Hace ya más de cien años que se extinguió la llama del más autentico poeta maldito que conociera chile, una verdadera flor del mal que deambulo con la melancolía en los ojos y el desaliento en el corazón, por las calles de un Santiago que vivía los últimos días de la infausta e inútil revolución del 91
El poeta Pedro Antonio González nació el 22 de mayo de 1863, en la localidad de Coipué, comuna de Curepto en la séptima región. De pequeño sintió latir con vehemencia la vocación religiosa y expresó los deseos de convertirse al sacerdocio, pero extrañamente su tío Fray Pedro Armengol Valenzuela lo hizo desistir, y lo envío a estudiar a Santiago para que hiciera su aporte a la frágil economía familiar.
En Santiago el poeta comenzó la exploración de caminos señalados por la mas vanguardista poesía, de lugares y amistades reñidas con la religiosidad, hasta la perdida y muerte de su fe.
Los rumores sobre el descarriado joven llegaron hasta el apacible pueblo, y el buen tío tuvo que suspender las entregas de dinero, único sustento del estudiante.
Es en este punto donde se empieza a torcer la vida del joven cureptano y se comienza a hilar el mito del poeta bohemio.
Inflamado de ideas demasiado vanguardistas para la época, ideas por las que incluso sus pares lo llamaron padre del modernismo, emprende su viaje por los senderos más oscuros de la literatura marginal de nuestro país y de esos años.
Cuando aún no se apagaban los ecos de la artillería congresista penetrando a la devastada ciudad de santiago, y en los mismos días en que el presidente Balmaceda toma el camino de la inmortalidad en la legación argentina, se comenzaron a forjar las desventuras del poeta desgraciado. Con el escenario de la ciudad saqueada por el bando congresista y las persecuciones políticas (que no son una invención de nuestro siglo), comienza su adversa vida de poeta trágico.
En un Santiago muy distinto al actual, más desolado y frío, donde los servicios eran precarios y el alumbrado público casi no existía, el poeta se encontró solo y sin dinero en la pequeña y hostil ciudad que era Santiago. González prefirió la parte más marginal de la ciudad como refugio, la parte fea, el lugar en que desde la colonia se entierran nuestros muertos y se olvida a los locos de nuestra sociedad, igual de enferma y viciosa. El barrio Recoleta y Avenida la Paz con sus cementerios y sus casas de orates, se convirtieron en su nuevo hogar, el poeta en ciernes se instalo en esos arrabales de la locura y la muerte para nunca más salir.
Lector impenitente de Dante, Byron, Víctor Hugo, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, comenzó la metamorfosis, la conversión en un maldito, definición que aun no adquiría el valor que un siglo de renovación estética inspiraría en las jóvenes almas.
Enigmático, oscuro, huraño, melancólico, o como lo entenderíamos hoy, gótico, deambulaba por las sucias callejuelas del otro lado del río, en los oscuros bares de barriadas extremas, bebiendo el vino de los amaneceres, perdido en los suburbios con sus sucios manuscritos escondidos en los bolsillos.
El escritor Antonio Orrego Barros, amigo de Gonzáles, cuenta que este arrendaba una pequeña casita en la calle Salas, de la cual se reservaba una pequeña habitación y el resto lo subarrendaba a obreros que le adeudaban eternamente el pago, y a los que su bondadoso corazón y la hermandad que sentía por sus pares, impedían el lanzamiento a la calle.
En alguno de los períodos menos oscuro, cuando se ganaba la vida como profesor (a la manera de Allan Poe, que encuentra la tierna y momentánea salvación en los ojos de su prima, la dulce Virginia Clemm), el poeta se enamora de una de sus alumnas, Ema Contador.
Se casaron el martes 13 de mayo de 1897, ella vestida de colegiala.
Pero la sed asesina (la misma que mató a Allan Poe y a Verlaine) y su bohemia temible deshicieron el vínculo en muy corto tiempo.
Uno de los episodios más conocidos de su anárquica forma de vida, relata la noche de su boda, que los recién casados pasaron en un cuartucho aledaño a la casa de orates, y en el que sin siquiera tocar a la virgen, el poeta de la vanguardia se perdió en una noche de la parranda más desenfrenada. La pobre novia tuvo que soportar los gritos y alaridos de sus vecinos desquiciados aquella noche demencial. Ema, asustada, lo abandonaría pocos años después y se marcharía con un circo pobre, de los que recorren el país entregando su teatro miserable. El poeta le dedica los poemas «Sombra» y el «Asteroide XL».
De vuelta a su miseria, es difícil imaginar que convivió en el mismo tiempo y en una ciudad tan pequeña, con poetas de la talla de Rubén Darío (que poco tiempo atrás abriera un grifo Azul sobre los cerros de Valparaíso), Carlos Pezoa Véliz (que tuvo una vida tan atormentada como la del poeta de Curepto y que también terminaría en un final demoledor), de los cuales no quiso ser amigo ni compartir sus experiencias literarias.
Pero la explicación no ha de ser muy compleja, como recordaran sus amigos. González era de poco trato social, no rendía concesiones, ni gustaba del halago fácil; no se inclinaba ni otorgaba alabanzas. Bailaba en su pobreza con la gracia de un noble, odiaba los cenáculos literarios (sin mencionar su escasa difusión), podía ser muy pedante o extremadamente tímido.
Sus últimos años los pasó como el habitante más ilustre que ha tenido el mitológico bar “El Quitapenas”, lugar que se convirtió, alrededor de 1900 en su biblioteca, dormitorio, sala de trabajo y bar. La célebre habitación de Van Gogh haría palidecer a la del rapsoda. Formaban su miserable habitación, un catre de fierro, un lavatorio y una silla que usaba como improvisado escritorio, además de un cajón en el que guardaba sus manuscritos, (varios volúmenes de la más extraña y cósmica poesía), y con los que señaló nuevos horizontes para los jóvenes poetas.
El autor incurría en deudas en el Quitapenas, que por su mandato eran canceladas por Antonio Orrego Barros, su amigo de toda la vida.
Mientras su pensamiento se elevaba a alturas delirantes, su cuerpo se sumergía en la miseria. Sus ideas las concebía empapadas en la tinta del vino barato y deambulaba errático por las sucias calles del otro lado del río, porque González fue también un habitante del otro lado de la vida. Un espléndido escritor dedicado sólo a su pasión: la poesía. Desdeñando las facilidades de una vida sin complejidades. Un autor que se escapó de su época y aún es un adelantado para la nuestra, un bebedor, que pasó por la vida «con un atado de papeles sucios bajo el brazo», y le exprimió toda su esencia, sin venderse, heredándonos en ese montón de hojas sueltas toda una vida de trabajo y de pasión.
Un ejemplo que viaja a través del tiempo y se hace tan actual para los que transitamos por la vida sin darle un sentido, rendidos a la comodidad de nuestra fácil existencia.
De la propia mano del escritor conocemos un desgarrador retrato de sus últimos días: «cuando las puertas del hospital se cierran y ya está entrando el crepúsculo, me pongo triste. Esta sala se va oscureciendo poco a poco. Voy persiguiendo la luz que se va por arriba del muro. Entonces entra la luz mortecina del farol. Pienso las cosas más disparatadas… Y aunque me han puesto este biombo para que no mire a los otros enfermos, miro todas las camas y me imagino los rostros flacos, amarillentos con los ojos hundidos…».
Pedro Antonio González murió a los cuarenta años, el 3 de octubre de 1903, en una sala común del hospital San Vicente de Paúl, en Santiago. Llegó el momento en que las dos almas que formaron su compleja personalidad murieron abrazadas en la sala San Carlos de ese hospital.
Entre sus legados, nos dejó su libro «Ritmos» publicado póstumamente por su amigo Marcial Cabrera, su otra publicación, «Sus mejores poemas», 4ª edición, en 1927, es una recopilación prologada por su otro amigo, Armando Donoso.
Basado en su poema «El Monje», se hizo la primera película de la Andes Filmes, la trigésima hecha en el país. Una colección norteamericana, editada por la Universidad de California, «Modern Philology» le dedica el volumen 40 al estudio de su obra, y también se convirtió en protagonista de dos novelas «La Pluma Blanca», de Marcial Cabrera, y «El Laurel sobre la Lira», de Luís Enrique Délano. Además es reconocido en casi todas las antologías de literatura hispanoamericana. Una calle en Santiago lleva su nombre.
Ese es el amargo premio a un poeta que dedicó la vida y el alma a su obra, a pesar de que el tiempo y la oscuridad pretendieron ahogarlo en la ignorancia y el desconocimiento.
Se supone que su cuerpo descansa en su barrio de siempre, en el Cementerio General.
Su poesía sigue viva, sobre todo para los nuevos poetas que siguen sus aguas, y manejan un atadito de papeles, con círculos violáceos por las copas de vino o quemados por chispas de cigarrillos.


XIX

Sacerdote que manchas con los ojos
clavados en la tierra, donde pisas:
en la tierra que hartaste de despojos;
¡en la tierra que ahogaste de cenizas!

Parece que temieras que su seno
te devolviera el eco de tus pasos
en alas del estrépito de un trueno
cuyo rayo te hiciera mil pedazos.

Cuando tu mano trémula bendice
parece que sintieras en ti mismo
¡que Dios desde la altura te maldice
y que ríe Satán desde el abismo!




XXXII

Embriaga mis extáticos sentidos
la ardiente ondulación que se levanta,
al compás de tus rítmicos latidos
debajo de tu mórbida garganta.

Tras los encajes de la gasa leve
que tus senos de virgen medio encubre,
yo entreveo dos copos de la nieve
que torna en manantial el sol de octubre.

jueves, 26 de junio de 2008

Oscuridad Hermosa




Anoche te he tocado y te he sentido
sin que mi mano huyera más allá de mi mano,
sin que mi cuerpo huyera, ni mi oído:
de un modo casi humano
te he sentido

Palpitante,
no sé si como sangre o como nube
errante,
por mi casa, en puntillas, oscuridad que sube,
oscuridad que baja, corriste, centelleante.

Corriste por mi casa de madera
sus ventanas abriste
y te sentí latir la noche entera,
hija de los abismos, silenciosa,
guerrera, tan terrible, tan hermosa
que todo cuanto existe, para mí, sin tu llama, no existiera.

Gonzalo Rojas

viernes, 13 de junio de 2008

Vivir y morir en Yungay

En el año 1837 el mariscal Andrés Santa Cruz arrastró a los bolivianos a una aventura descabellada, reeditar el antiguo imperio Inca. Luego de las guerras emancipadoras, los caudillos locales ponían frecuentemente en peligro la frágil estabilidad social y política, tal es el caso de este pequeño mariscal mestizo que arruinó su carrera militar y a todo su pueblo con su desenfrenada megalomanía.
El ministro Diego Portales intuyendo los oscuros planes de Santa Cruz, se propuso frenarlo, pero la traición terminó con la vida del estadista en un oscuro cerro de Valparaíso.
Santa Cruz creyó que la muerte de su enemigo le allanaría el camino y aceleró los aprestos bélicos.
El gobierno de Chile recogiendo el sentimiento de Portales, envió una expedición para detener la recién formada Confederación Perú-Boliviana, y el presidente Joaquín Prieto colocó al mando de las tropas a su sobrino, el veterano general Manuel Bulnes Prieto que destacó en las últimas batallas por expulsar a los españoles de nuestro suelo.
La anarquía boliviana propició el triunfo de las fuerzas chilenas, y se sucedieron los triunfos en batallas como las de Matucana, Buin y Portada de Guías, que auguraron la pronta victoria.
El bravo general Bulnes decidió avanzar y aplastar de una vez al pequeño mariscal en los campos de Yungay, uno de los parajes mas hermosos de Perú.
El 20 de enero de 1839 las tropas chilenas formadas por 4.800 rotos venidos de los campos chilenos, sucios y harapientos pusieron en fuga al enemigo de la patria.
El victorioso general Bulnes entro en Lima acompañado de sus invencibles rotos, (no seria la primera vez que los chilenos marchen por la orgullosa ciudad virreinal) y pronto fueron embarcados y recibidos en Chile con los mas grandes honores que haya contemplado la reciente república.
Este triunfo es de vital importancia para comprender el alma chilena, después de esta campaña el ciudadano común, el campesino, el obrero, la mujer, alcanzaron a vislumbrar lo que era ser chileno, y las fiestas y celebraciones se multiplicaron.
Es en este punto donde nace el concepto de la chilenidad, tal como la entendemos hoy.
El gobierno firmó un decreto para crear una villa con el nombre de Yungay, que se extendería hacia el poniente, en los campos llamados “Llanito de Portales”, por pertenecer al señor Diego Portales Andia Irarrazabal, tío del organizador de la república, el severo Don Diego Portales y Palazuelos, rey de la chingana y la cueca.
Es la primera dilatación de la ciudad, en casi 350 años.
El antiguo camino a Valparaíso, ahora calle San Pablo, cruzaba esa zona, donde se encontraban cuatreros y bandidos que vendían sus productos en el lugar, por ser un camino bastante concurrido y animado.
Las calles originales del antiguo trazado de la capital se extendieron naturalmente hasta esa zona, y las principales: Catedral y Compañía llegaron hasta la antigua “Alameda de San Juan”, hoy la popular avenida Matucana.
En 1840 la pequeña villa bullía de actividad, muchos santiaguinos llegaron a vivir a esa zona cercana al centro y con la paz de una villa de provincia.
El barrio fue pensado y construido por los ingenieros Jacinto Cueto y Juan de la Cruz Sotomayor, que quedaron inmortalizados con el nombre de dos calles que cruzan la villa.
Para celebrar el triunfo en Yungay se inauguro una plaza que primitivamente se denominó “plaza Portales” en honor al extinto ministro.
El agradecimiento del pueblo y el entusiasmo popular pidieron prontamente un reconocimiento al soldado anónimo que luchó en los campos del Perú, pero esto no se llevó a cabo hasta los nuevos triunfos de la guerra del Pacífico, después de 1884.
El escultor Virginio Arias presentó la que sería la estatua elegida para adornar la plaza.
Se dice que el trabajador que está en posición de descanso, apoyando en el brazo derecho un fusil y la mano izquierda en la cadera, con una mirada altiva y arrogante, corresponde a la idealización del baqueano Justo Estay, el legendario guía que ayudó a cruzar la imponente cordillera de los andes al ejercito libertador de San martín.
Arias lo tenía guardado y aprovechó la ocasión de presentarlo al concurso.
La inscripción dice: “Chile agradecido a sus hijos por sus virtudes cívicas”
Inmediatamente el pueblo lo bautizó como “el roto chileno”, muestra del cariño por los gañanes y peones que lucharon calzados con hojotas en Perú, la plaza por añadidura pasó a denominarse “plaza del roto chileno”, nombre que causo furias entre los encopetados tribunos y más aún al escultor que se especializaba en Paris.
Cada 20 de enero se realiza la fiesta del roto chileno, la muestra más auténtica del reconocimiento a la esencia de nuestro pueblo, junto a las fondas de septiembre.
así se empezó a conformar esta singular villa, uno de los primeros visionarios en llegar al lugar fue el eminente sabio polaco Ignacio Domeyko, al que el país le debe demasiado. Aún se mantiene la casa que habitó el científico, en Cueto al llegar a Catedral.
También fue un habitante distinguido del barrio el futuro presidente de argentina, Don Domingo Faustino Sarmiento, célebre educador y fundador en 1884 de la escuela de Preceptores de Chile, y que con los años y los cambios aún se mantiene en Compañía esquina Chacabuco. Es en esta escuela donde la poetisa Gabriela Mistral rindió sus exámenes como maestra.
Sarmiento, perseguido por la dictadura de Rosas encontró asilo en Chile. Personaje complejo y contradictorio, con los años traicionaría al país que le dio protección y cobijo, en un lamentable incidente político.
El autor de los versos de la canción nacional, poeta de escaso genio, don Eusebio Lillo, también vivió en el barrio, en la esquina de las calles Chacabuco y Santo domingo.
Fue uno de los destacados políticos que ayudaron en las negociaciones de paz durante la Guerra del Pacífico, alejado de los versos, su vejez transcurrió tranquila y en paz dedicándose a recibir a los jóvenes que buscaban su sabiduría en su hermosa casona de Yungay.
Entre los escritores se cuentan también al angelical poeta Augusto D`halmar, miembro de esa cofradía de locos que se llamó “Los Diez”, mítica sociedad de intelectuales que iluminó los primeros años del siglo XX chileno.
El escritor Joaquín Edwards bello vivió en una sencilla casa de Santo Domingo esquina Cumming, un autentico genio entre nuestros escritores, dos veces galardonado con el premio nacional, el de literatura y periodismo. Notable cronista de un ingenio afilado, heredero de una de las familias más conservadoras de Chile, los Edwards.
Abjuró de todo eso y vivió como le dio la regalada gana, ridiculizando a su clase en los celebres libros “el inútil” y “el roto”. Vividor intransigente, jugador impenitente, genio imperecedero.
Terminó sus días atormentado por la enfermedad y descargó una bala en su cabeza una mañana de 1969, en la misma casa de Sto. Domingo.
El Poeta Julio Barrenechea vivió en Huérfanos esquina Maipú, miembro de la generación de 20, fué uno de los grandes amigos de Neruda y dejó un sabroso libro de recuerdos. “Frutos del país”, donde rememora los días de Bohemia y fraternidad de su juventud.
Son innumerables los intelectuales, políticos, artistas y militares que habitaron la sencilla villa de Yungay, y nombrarlos a todos resulta extenuante.
Innumerables son también las anécdotas que se han vivido en el barrio.
Célebre es el escape de la hermosa poeta Teresa Wills Montt desde el claustro de la “Preciosa Sangre” en Maturana esquina Compañía, donde estaba confinada por su familia. Socorrida por el extravagante poeta Vicente Huidobro, la “femme fatale” escapa hasta Buenos Aires con el autor de Altazor.
Historias de otra época mas romántica y decidida.
Don Cesar Rosseti poseía un almacén de abarrotes en Catedral esquina Libertad, hombre de vasta cultura, animaba las noches en amena tertulia en la trastienda del almacén. Al lugar acudían pobres y ricos, gente ilustrada y sencillos trabajadores. Nadie adivinaba al verlo tras el mostrador la amplia cultura que poseía, dominaba varios idiomas y era extremadamente sencillo y ameno, un gran conversador, ejemplo republicano y demócrata.
Al caer la noche comenzaban a llegar por una puerta trasera los contertulios, que generalmente profesaban las más distintas ideologías y religiones.
Después de la revolución de 1891, que derrocó y terminó con el suicidio del presidente Balmaceda, se encontraban ahí los mas enconados enemigos. Antiguos compañeros de armas en la Guerra del Pacífico, enfrentados después durante la revolución se encontraban en su humilde almacén.
Los generales Rafael Soto Aguilar y Diego Dublé Almeyda, auténticos héroes en la contienda de 1879 y fieles al desgraciado presidente Balmaceda se enfrentaban al Coronel Estanislao del Canto, traidor congresista que también había peleado en la campaña de la Sierra en Perú. El coronel Solo Zaldivar y el general Dublé Almeyda detestaban al traidor, sentimiento que era recíproco. Del Canto era amatonado y Dublé fino y elegante. A pesar de las diferencias irreconciliables, mientras duraba la tertulia se mantenían los limites de la buenas maneras.
Recuerdos de otra época, donde era posible contemplar escenas de este tipo y donde la caballerosidad era moneda común.
El apogeo del barrio duró hasta entrado el nuevo siglo, y pronto empezó su decadencia.
A mediados de los años treinta los vecinos mas encopetados emigraron a Nuñoa y Providencia, buscando alejarse de los limites del centro, ocultándose tras sus bienes y sus buena crianza, que creían corría peligro.
Es así como las aristocráticas mansiones comenzaron a ser abandonadas y se construyeron hermosos Cités que albergaron a la nueva clase media, Cités como el de Adriana Cousiño y la callecita Lucrecia Valdés albergaron a las nuevas generaciones, hermosas calles adoquinadas y con vestigios del antiguo trazado del tranvía urbano dejaron sus huellas y el barrio comenzó a renacer.
Universidades e Instituciones de Investigación encontraron en las abandonadas mansiones un nuevo aliento para Yungay.
El antiguo “callejón de Negrete”, ahora la hermosa avenida brasil, se llenó de vida y bohemia, con sus bares y restaurantes plenos de vida nocturna.
Los antiguos limites que iban desde este callejón hasta Matucana, y desde Alameda hasta la calle San Pablo se hicieron más precisos y ahora el barrio va desde Cumming hasta Matucana y desde Moneda hasta Rosas.
Resulta curioso ver que Yungay, nombre proveniente de una antigua región de Ancash en Perú, este siendo poblada por inmigrantes de esa nación, que han dado nuevos colores al barrio, en una especie de recuperación espiritual.
Yungay aún es un bello barrio, como dice Mauricio Redoles, otro de sus habitantes clásicos, donde uno puede pasear por sus amplias aceras y contemplar el brillo de un pasado esplendoroso, con sus casonas de estilo y sus singulares y bellas formas en las fachadas. El casco antiguo de la ciudad que renace y revive en sus nuevos habitantes, con rincones enigmáticos y sorpresivos, con sus expresiones de arte y cultura en cada calle, sus restaurantes y bares, picadas y clandestinos.
Cada día sorprende, cada imagen agrada y revitaliza y una noche de lluvia se vuelve mágica y poética.
Muchos hombres y mujeres notables pasaron y dejaron algo de si, impregnándolo todo con su vida y su historia, y muchas otras pasaran aportando al encanto de este barrio.
Yo seguiré observando el transcurrir de cada día y de cada noche, tal como lo hago ahora desde mi ventana mientras afuera se tejen más historias y yo intento olvidar la mía.

martes, 3 de junio de 2008

Alberto Rojas Jiménez, habitante de la noche

Vida
Neruda arriba a la ciudad de Santiago un día de marzo de 1921. Recién llegado, arrienda una minúscula habitación en una pensión de la calle Maruri, al otro lado del río, cercana a la Av. Independencia. La sucia callejuela se hará célebre con el tiempo. El joven ve lo que nadie. Los hermosos atardeceres que descienden sobre los sucios tejados, y los inmortaliza en el capítulo “Los Crepúsculos de Maruri” de su primer libro “Crepusculario”. Describe ese ambiente de juventud, el Santiago de sus años de estudiante, como un lugar “donde los trajes de 1921 pululaban en un olor atroz a gas, café y ladrillos”.
Pronto traba amistad con los que serán sus compañeros de generación, la mayoría estudiantes del Pedagógico, ubicado en Cumming, al que acude Neruda. Varios de estos estudiantes y poetas publican sus primeros versos en una revista de reciente creación: “Claridad”.
La revista era un vehículo de las nuevas tendencias y había conseguido un rápido prestigio. Neruda ya la conocía en Temuco, desde donde era el corresponsal y donde vendía algunos ejemplares entre sus compañeros de colegio.
En su corto año de vida, Claridad se había convertido en la voz de la Federación de Estudiantes, y le correspondió un papel de importancia vital en la juventud anarquista de la época.
En 1920, la revista denunciaba una masacre de obreros en Magallanes, y levantaba su dedo acusador contra los culpables de la operación, el comandante Barceló y el gobernador Bulnes. El gobierno responde protegiendo y alentando una turba de jóvenes de sociedad, la que asalta y destruye la Federación de Estudiantes y la revista Numen. No deja de llamar la atención que entre la “canalla dorada”, se encontrara el beatificado padre Hurtado.
Los días son de una violenta agitación política. Arturo Alessandri Palma hipnotiza al pueblo con los acordes del “Cielito lindo”, dispuesto a convertirse en el primer mandatario de la clase media.
Por esa misma época muere, debido a las torturas, el poeta José Domingo Gómez Rojas, no sin antes anunciar que llegará el día “de la gran libertad sobre la tierra grande”.
El desdichado mártir escribía sus versos en Claridad, al igual que Humberto Díaz Casanueva, Romeo Murga, Armando Ulloa, Rosamel del Valle, Roberto Mezza Fuentes (el ratón agudo), Joaquín Cifuentes Sepúlveda, Eusebio Ibar, Rubén Azocar, además de los anarquistas Manuel Rojas y González Vera, a los que se une militando política y literariamente Pablo Neruda.
El fundador y director del valiente medio era el poeta Alberto Rojas Jiménez. Inspiración y alma del grupo de estudiantes y poetas, al que la historia literaria de nuestro país ha denominado como “generación del veinte”.
La mayoría de ellos nacidos entre 1900 y 1904. Lecturas compartidas, experiencias similares, el diario vivir y especialmente el hecho de ser estudiantes de la misma escuela, los convirtieron en una sociedad hermética sin comparación en nuestras letras.
Neruda se convertirá en la máxima expresión de ese movimiento. Pero el núcleo, el corazón y el alma de esa generación brillante estuvo encarnado en la personalidad maravillosa de Alberto Rojas Jiménez.
Rojas Jiménez es una figura sorprendente dentro de nuestras letras, poseedor de un genio dilapidado en los bares, un entendimiento inmediato de todos los conflictos del ser humano, era dueño de un dandismo desenfadado, una forma de soberbia autoestima y simpatía.
Según su propio testimonio, habría nacido el 21 de junio de 1900, en mitad de la bahía de Valparaíso, a bordo de un buque estacionado en el puerto. (El poeta atribuye a esta curiosa forma de nacer el gusto por los viajes y la aventura)
Su infancia transcurre en Quillota, “un pueblito -explica- de casas blancas como queso de cabra”. Sus estudios los realiza en liceos de provincia y en el internado Barros Arana en Santiago. Asiste a un curso en la escuela de Bellas Artes, pero lo abandona al poco tiempo. No está de acuerdo con los métodos; critica la lentitud de la enseñanza y tilda a los profesores de “pedantes” y “latosos”.
Es entonces cuando decide dedicarse por completo a la poesía, y publica sus primeros versos en la revista Zig-Zag.
Su posición ante la vida no tenía ninguna fijeza, y el porvenir le importaba un carajo. No sentía vocación por nada, sólo la poesía lo llamaba poderosamente desde su alma.

En 1920 funda Claridad, publicación que aparece hasta 1926, con algunas intermitencias.
Es allí donde publíca un documento muy raro “El manifiesto Agú”, que el mismo poeta explica como el primer verso del recién nacido, la libertad total en la poesía.
Algunos sostienen que tan solo sería un eco del manifiesto “Dadá”, publicado un tiempo antes por Tristan Tzara en París, y que vendría a ser lo mismo, el grito primario de una guagua. Eso sí, francesa.
En Claridad también se encuentra una de sus escasas manifestaciones políticas. Un llamado al tercer aniversario de la revolución “Maximalista” (como se decía en esos años), y que se celebraría en el bar “Teutonia”, convocatoria que más bien parece una excusa, un motivo para ejercer el deporte nacional, es decir, “empinar el codo”; porque uno de los vicios que unió a esta generación de locos (además de la literatura), fue la pasión excesiva, el culto dionisíaco, la alegría avasalladora que terminó con las vidas de varios de ellos.
Se les podía ver por las tardes (ya que eran poetas románticos), paseando por Bandera y San Pablo.
Ese era el escenario frecuentado por la generación más bohemia en nuestras letras. Las picadas y bares que rodeaban al barrio Mapocho, y por supuesto, el mago de las tertulias, el que hacía brotar la belleza, iluminando con su presencia: era Rojas Jiménez.
Admirado por sus colegas, imponía pequeñas modas entre sus pares. La forma de fumar, la caligrafía (Neruda heredó de su amigo la letra tan particular y bella), el aire desenfadado, melancólico, y por cierto, la forma de vestir. El poeta usaba una discreta melena, patillas bien recortadas de prócer, vestía usualmente de negro y lucía un sombrero cordobés de ala ancha y capa. (En una época en que Rodolfo Valentino causa furor en Hollywood).
Sus compañeros lo recuerdan de estatura mediana, delgado y apuesto, de una elegancia que contrastaba con su miseria.
Lo perseguía, además, el prestigio de haberse fugado muy joven con una muchacha, Solnei.
Rojas Jiménez relata su hazaña con estas palabras: “Solnei alegró con su gracia, dos años de mi vida. Enlazó su suerte a la mía, y alternativamente fueron suyas mi riqueza y mi miseria. Juntos estuvimos bajo distintos cielos y en muchos pueblos quedó algo de lo nuestro”.
A esta muchacha dedica su primer libro, titulado homónimamente y que circuló mimeografiado, de mano en mano. Hoy es inencontrable y forma parte de la leyenda del poeta.
En algunas ocasiones, Rojas Jiménez terminaba las noches de farra en la cárcel. Desde ahí enviaba papelitos, breves mensajes pidiendo dinero, abrigo y libertad. Otras veces desaparecía de la ciudad. Viajaba por diferentes lugares del país alegrando por un par de días a los sorprendidos habitantes.
Nunca se alejaba de esos lugares sin antes dejar algo de sí. Con su mejor sonrisa se despedía despojándose de la corbata, chaqueta, incluso de sus zapatos, que regalaba en un gesto de cordial amistad.
Pronto volvía a la capital y se sumergía en el torbellino de las noches. Nunca faltaba el motivo para la fiesta, una despedida, un premio obtenido por alguien, un recibimiento.
Los bares y picadas del grupo son tema para un artículo aparte. Entre los lugares frecuentados estaban el restaurante “Hércules”, de San Pablo, del que Rojas Jiménez era cliente preferido por su gracia; “La Ñata Inés”, “el Zum Rhein”, “El Jote”, el cabaret “Zeppellín”, el “club Alemán” de Esmeralda y el de San Pablo.
La alegría nocturna estaba plagada de seres extraños. Uno de ellos era el cadáver Valdivia, músico de la sinfónica y poeta. Misterioso personaje que deambulaba de bar en bar, con un extraño bulto envuelto en papel de diarios, donde se comentaba, escondía la jeringa de su vicio.
La existencia era difícil y estaba llena de obstáculos. La tarea diaria de sobrevivir se convertía en una aventura constante, sobre todo para un grupo que despreciaba el trabajo común. En tales circunstancias, el ingenio se agudiza, y no faltan las ideas para comer y beber. El mismo Rojas Jiménez se dedica a vender avisos para Claridad, otros venden sus propios libros, algunos pasan horas sentados en algun restaurante, sin pedir nada, comiendo el pan untado con el ají de las alcuzas.
La tradición relata que un día el pintor Diego Muñoz, acompañado de Rojas Jiménez, acuerdan con el dueño del cabaret “Zeppelín” la decoración de uno de los muros. El trato queda sellado y los amigos ponen manos a la obra. Los diarios publicitan la obra como uno de los primeros murales pintado en Chile.
El pago queda convenido: diez mil pesos que serán cancelados, la mitad en dinero y la parte restante en cervezas. Varios meses demoraron los amigos en tomar los centenares de litros, y solidariamente hicieron extensiva la fiesta a sus numerosos compañeros. Pablo Neruda, el pintor Isaías Cabezón, Julio Ortiz de Zárate, Tomás Lago y Lalo Paschin fueron algunos de los que gozaron del crédito en cervezas.

Pasión
Hacia 1923, los artistas chilenos tenían un norte fijo, un poderoso llamado de ultramar. El sueño de viajar a París, la meca de la cultura en el mundo.
Para los poetas, la vida en Chile es amarga. Neruda escribe: “Aquí entre estos burgueses de aldea descansada / donde un poeta es casi lo mismo que un ladrón… / Yo que llevé mis versos como un dolor de muelas / que todas estas gentes trataban de curar…”.
Rojas Jiménez también sueña con llegar a la Ciudad Luz. La situación es insoportable para el poeta porteño. Asfixiado en la mediocridad del ambiente, transita al borde de la sociedad, que es la única forma de sobrevivencia para un poeta. En un país donde no es casualidad que las cumbres de sus letras se autoexilien: Gabriela Mistral, Neruda, Huidobro.
Íntimamente decide, para sobrevivir, vivir en París.
Y la oportunidad se presenta por causa del azar, que es buena amiga de los poetas.
El pintor Abelardo (Paschin) Bustamante obtiene una beca del consejo de Bellas Artes, junto a un pasaje en primera clase para estudiar las nuevas tendencias pictóricas en París. Rojas Jiménez, enterado de la noticia, despliega toda su simpatía, y de mil maneras suplica, que al fin convence a Paschin de cambiar el pasaje en primera clase, por dos de tercera.
Aquí se desarrolla uno de los episodios más recordados en la mitología de Rojas Jiménez.
Una festiva caravana de artistas se dirige a Valparaíso para despedir al pintor y al poeta. No faltaron los inseparables amigos de Claridad, Neruda entre ellos. El poeta porteño Zoilo Escobar les procura alojamiento. Rojas Jiménez, conocedor de la noche porteña, adentra al grupo en sus secretos.
En la mañana del día siguiente, los trasnochados encaminan sus pasos a la gobernación del puerto.
Pero aún queda un obstáculo, quizás el más difícil. Convencer al gobernador del disparatado trueque.
El empleado escucha asombrado la insólita petición, y su negativa es rotunda. Rojas Jiménez realiza entonces un acto que hizo escuela entre sus pares. De un salto alcanza el amplio ventanal que mira desde el segundo piso hacia la plaza Sotomayor, y amenaza con saltar si el flemático burócrata no cambia en el instante los pasajes.
Como es de esperar, los amigos se embarcan con destino a Europa.

La primera noche en París, los amigos comen una frugal cena compuesta de sardinas, lo único que entienden del menú.
Paschin enferma de gripe, y el inquieto Rojas Jiménez decide recorrer la ciudad en plena noche, y sin conocer palabra del idioma.
Al poco tiempo, el poeta se instala en el barrio bohemio de Montparnasse. Solucionados sus problemas más urgentes, se dedica a escribir artículos de prensa para diferentes medios en Chile.
Escribe sobre las exposiciones independientes. Cada año el poeta asiste a estas muestras de arte vanguardista, condensando acertadamente sus impresiones sobre las nuevas tendencias.
La importancia de estas exposiciones en la historia de la pintura son invaluables. Aquí muestran sus obras, por ejemplo, Picasso, Matisse, Braque, Juan Gris.
Además el poeta escribe sabrosas crónicas sobre la vida en París. Dedica artículos a sus colegas artistas, escritores y pintores chilenos con algún éxito. Se burla de los ricos compatriotas de paso en la ciudad, caricaturizándolos con un fino humor. Allí están diplomáticos holgazanes y despilfarradores, galancetes de provincia, improvisados mundanos de pueblo. Toda una fauna de latinoamericanos encandilados por la Ciudad de las Luces. Los trasplantados de Blest Gana.
Escribe un artículo sobre su compatriota Vicente Huidobro, llamándolo Vincent Huidobro, poeta francés, nacido en Santiago de Chile.
Estas crónicas se publican en el Mercurio y La Nación, y serán recogidas algunos años más tarde en un pequeño libro,“Chilenos en París”. Este será el único libro publicado por el poeta.
Rojas Jiménez pasea su figura extravagante por las calles de Montparnasse. Se convierte en conocido de todos, entra a los bares y es saludado por los rusos blancos, exiliados de la Revolución, que lo confunden con uno de ellos, quizás por su melancólica palidez.
Un día, sentado en una mesita del café “La Rotonde”, observa intrigado a un viejo que dobla calmadamente una servilleta. Se acerca al anciano, que no es otro que don Miguel de Unamuno, el cual le pregunta.
-¿Es usted griego?
- No, don Miguel, soy chileno -
responde Rojas Jiménez.
- Es curioso, tiene usted el tipo griego - agrega Unamuno.
El maestro se sumerge en recuerdos sobre amigos chilenos, dice haber leído un libro muy malo, “Raza Chilena”, del doctor Palacios, y uno que le fascina, una traducción de Esquilo, realizada por el presbítero Medina.
Mientras conversa animadamente, sigue doblando el papelito entre sus dedos, al cabo de un rato se detiene y regala a nuestro poeta un pajarito de papel.
- Tome, para que me recuerde - le dice Unamuno
- Lo recordaré más si me enseña a fabricarlas -
responde Rojas Jiménez. Durante una hora, los dos poetas se entretienen fabricando pajaritas de papel, sentados en el mítico café “la Rotonde”, el café preferido por Lenin, Diego Rivera, Modigliani, Max Jacob, entre otros personajes.
Pero no toda su estancia en París es fácil; hay días oscuros, de pobreza y hambre.
El poeta recorre las ferias y se dedica a tirar aros a botellas de champagne, que luego cambia por leña, asegurando el combustible para la chimenea y para él.
A veces camina solitario por Montparnasse, tirando una botella con un cordelito, como si fuera un perro.
Tiene una vecina, Clauddette, con la que se reúne en los días de invierno. El frío es intenso y la pareja arroja libros a la chimenea. Según Rojas Jiménez, los más incendiarios son “veinte poemas de amor y una canción desesperada”, libro recién aparecido en Chile.
Pero la historia más insólita aparece en todos los diarios de la ciudad. Se informa que un estudiante latinoamericano ha profanado el cadáver del recién fallecido Anatole France.
El maestro de la sátira social muere en 1924, rodeado de la admiración de sus conciudadanos y convertido en una gloria nacional. La élite de las letras francesas se da cita en el lugar del sepelio. De improviso, un desconocido se abre paso entre la multitud, avanza ceremonioso hasta el ataúd abierto y tomando la nariz del muerto, la remece con fuerza exclamando.
-¡Ah, viejo pillo!
Rojas Jiménez es sacado en andas por la policía en medio de la indignación general.
Existió durante esos años una compañera, una mujer llamada Micky, que compartió sus pasos en Francia, y de la que se cree tuvo un hijo, Serge. El recuerdo de estos dos seres lo obsesionará en sus últimos años.
Obligado a abandonar el amado París, después de respirar el aire puro de la libertad que se vive en Francia, y con un cargamento de historias para contar en el odiado, añorado y temido Chile, el poeta emprende el regreso.

Vuelve a ser un extranjero en su tierra, a pesar de estar íntimamente atraído por ella.
Es el año 1928, después de cinco años en Europa, vuelve a sus amigos, a sus barrios, a su ciudad. Pero ahora con una acentuada melancolía, una tristeza que arrastra como una carga de desánimo y pesimismo.
Su estado de ánimo se resiente aún más. Sus amigos, sus compañeros de correrías y de juventud están muertos; Romeo Murga, Joaquín Cifuentes y Aliro Oyarzún, se hunden en la noche eterna, arrebatados por el vino y la bohemia desenfrenada.
Rojas Jiménez se encierra en una pesadumbre y desazón profunda, se vuelve un noctámbulo impenitente, pasa sus noches de bar en bar. Una de ellas, acompañado de Neruda; alegre, como en sus viejos tiempos, derrochando su gracia a raudales, olvidado de su melancolía, disfruta de la amistad de sus amigos. Un hombre lo observa atentamente desde otra mesa. El curioso personaje se acerca entonces al grupo de poetas, y se dirige a Rojas Jiménez.
- Lo he estado observando, nunca he conocido una persona con su gracia, y le quiero pedir un favor.
-Diga usted- responde el poeta.
- Me gustaría saltarlo - añade el extraño.
-¡Cómo! ¿Es usted tan poderoso que me cree poder saltar aquí, ahora?- se sorprende Rojas Jiménez.
-No, señor, quiero saltarlo después, cuando usted esté tranquilo en su ataúd. He saltado a muchas personas en mi vida y llevo una lista de todos ellos- explica el hombre.
Rojas Jiménez, entusiasmado con la loca idea, acepta gustoso.
El misterioso personaje se despide entonces, y los amigos vuelven a su animada conversación, olvidándose del extraño.

El poeta escribe cada vez menos, sus poemas dispersos desean el papel. Pero él vive sus días con desprecio, en un desorden caótico. Su poesía es hermosa, sus versos sencillos, emparentados con los de su hermano Neruda. Existe un poema varias veces antologado, “Pequeñas palabras”. Es una joyita de sencillez, de poesía clara y pura. Cito un par de versos:

“Las cosas que tú dices
no tienen importancia.

Tus palabras
son débiles, pequeñas…
Sin embargo yo amo tus palabras.

En tu fragilidad hay tanto de ti
que en ellas no es necesario
un hondo sentido, para llenarme de gracia”.

Continúa viajando, recorriendo el país, dictando conferencias. Cercado por la soledad, el poeta desempeña pequeños y odiados trabajos. Vuelve a Valparaíso, a su cuna, pasa un tiempo en el puerto. Escribe desde ahí sobre su poesía, en algunas cartas a una amiga: “Cuánto verso de amor cantado en vano, éste es un montón de mariposas muertas, bien muertas, bien requetemuertas…”. La desesperanza mortuoria, la tristeza infinita.
Viaja nuevamente por el sur de Chile. Recorre algunos pueblos dictando conferencias. Aún no lo abandona su sentido del humor, ni el ingenio. Realiza una conferencia donde explica, a unos sorprendidos huasos, la revolución estética de Picasso.
Llega a Valdivia, allí es contratado en la universidad para una conferencia. El poeta aparece con una hora de retraso, acompañado de un marino borracho. Al ver la botella de agua sobre la mesa, increpa al decano pidiendo una botella de vino.
Se le asigna una columna llamada “Caleidoscopio”, en el diario “La República”. A duras penas escribe sus artículos; él prefiere la tranquila noche fluvial.
Se entera, una noche lluviosa, de una historia conmovedora. Un colega periodista le relata la historia de un asesino responsable de la muerte de toda una familia. Descubierto, fue rápidamente sometido a juicio y fusilado. Pero el rumor asegura que el verdadero asesino es el hermano menor del fusilado, al que éste quizo salvar. Se sacrifica por el hermano, ya que éste tiene esposa e hijos, en cambio él ya tiene otras acusaciones y es un hombre solo. Este hecho lo convierte en un mártir, un santo al que se le atribuyen milagros, y el pueblo le construye una animita
El poeta, impresionado, exige ser llevado hasta el lugar en plena noche, desde donde se lleva un pedazo de vela como amuleto.
En enero de 1934 intenta salir del país para pelear en la guerra del Chaco, pero se queda en Antofagasta hasta febrero, invitado por el poeta Andrés Sabella.

Realiza una última visita a Quillota, su pueblo de la niñez. Lo recibe su amigo, el poeta y médico, dr. Alejandro Vásquez. El poeta hace una entrada digna de su genio, llega en la ambulancia del pueblo y luciendo su cabeza pelada. Explica que perdió su melena de poeta en una apuesta contra un peluquero, en un bar del pueblo de “La Calera”.
Más melancólico y triste que de costumbre, premonitoriamente quizás, el poeta entrega sus tesoros al dr. Vásquez: Una fotografía de Micky, su compañera francesa, y de su hijo Serge. Una vieja fotografía que lo había acompañado durante años, haciendo más doloroso el recuerdo de su querido hijo, y de su madre. Además, entrega a la custodia de su amigo varios capítulos de su novela “Africa”, que nunca se publicó.

Muerte
Las primeras lluvias de ese año azotaban la ciudad con inclemencia y furia desatada. Aquella noche de abril de 1934, los noctámbulos de Santiago se cobijaban en los diferentes bares y tabernas de la ciudad. La noche avanzaba silenciosa y enlutada sobre los escasos transeúntes.
En un restaurante de Bandera con San Pablo se celebra un premio obtenido por el pintor Abelardo Bustamante (Paschin), el antiguo compañero de Rojas Jiménez.
La noche es de alegre camaradería, llena de recuerdos y anécdotas. Nada hace presagiar la tragedia que se cierne sobre uno de los comensales.
El vino, la comida y el tabaco los mantienen hasta altas horas. El primero en retirarse es el pintor homenajeado, seguido por Gérman Montero. En la mesa quedan el periodista Roco del Campo (sus amigos le llaman Roco del Cántaro), y el poeta Alberto Rojas Jiménez, los más insaciables seguidores de Baco.
Provistos de algún dinero dejado por sus amigos para continuar la noche, la pareja de escritores encamina sus pasos hacia la posada del Corregidor, antiguo edificio ubicado en la plazoleta del corregidor Zañartu, en Esmeralda con Mc-Iver.
En este lugar se realizan veladas de poesía y conversación, que duran hasta la madrugada.
Mientras afuera la lluvia barniza las calles, al interior de la posada los amigos continúan la fiesta. La noche avanza rápido, y el dinero se agota. A pesar de lo cual, continúan con el consumo.
Rojas Jiménez espera salir del lío apelando a su gracia; algo se le ocurrirá. Escribirá unos versos en una servilleta, un dibujo que dará como pago del consumo; como si fueran una joya preciosa, fabricará una de las pajaritas de papel que le enseñara Unamuno y saldrá limpio como siempre le ocurría.
Pero su estrella no aparecerá esa noche.
Al ser requerido el consumo, el poeta despliega su abanico de trucos, su gracia y simpatía, sin ningún resultado. Son obligados por los mozos a despojarse de sus chaquetas y chalecos.
Arrojados a la calle, enfrentados al aguacero, en mangas de camisa, el poeta y Roco del Campo caminan durante una hora. Saltando bajo la intensa lluvia, se dirigen hasta la casa de la hermana del poeta, en Avenida Ecuador, al interior de la Quinta Normal.
Allí son auxiliados prontamente por Rosita, la hermana del poeta.
Rojas Jiménez es cubierto de frazadas, en un intento por frenar la fiebre que lo consume.
El día 22 de mayo, menos de veinticuatro horas desde su arribo a la Quinta Normal, muere de una broncopulmonía fulminante; su salud quebrantada no soporta la travesía bajo la lluvia.

Existe un testimonio de su última noche en la tierra. Mientras se velaba su alma, y el viento atronaba el espacio iluminándolo violentamente cada cierto tiempo, un desconocido se recorta bajo el marco de la puerta, vestido de riguroso luto. El misterioso visitante pasea su mirada sobre los enmudecidos presentes y la deposita sobre el ataúd. Acto seguido, tomando un pequeño impulso, y en una pirueta circense, salta sobre el féretro. Y sin decir palabra, con una pequeña inclinación a modo de venia, desaparece en la boca de lobo que es esa noche.
La noticia de la muerte del poeta se esparce con rapidez. Al día siguiente el sepelio enfila hacia el Cementerio General bajo la tormenta. Al pasar por la calle Bandera, se unen los mozos del restaurante “Hércules”, en el que había pasado muchas noches el poeta muerto. La procesión cruza el puente sobre el desordenado y furioso cauce del Mapocho. El cortejo sigue hacia Avenida La Paz. Vicente Huidobro, elegantemente vestido y llorando, protege bajo su paraguas al infortunado Antonio Roco del Campo, que camina cabizbajo, abrigado con un chal de la hermana de Rojas Jiménez.
Por fin llegan hasta la morada final del poeta. Tomás Lago da el discurso de despedida.
El mismo cielo, con su furia líquida, parece llorar al hijo perdido.
Los amigos más cercanos al difunto pasan al “Quitapenas”. Vacían sus copas varias veces en recuerdo al poeta. Desde allí escriben algunos, contando la muerte de Rojas Jiménez a Neruda, quien se encuentra en España.
El poeta llora la pérdida del viejo amigo, el personaje más admirado de su juventud.
Se une entonces al pintor Isaías Cabezón, juntos se encaminan a la basílica de Santa María del Mar, en Barcelona. Provistos de unos cirios tan altos como personas, los amigos rinden un último homenaje al poeta perdido. Después van a beber unos vinos verdes, y recuerdan al querido poeta hasta el amanecer.
Neruda envía desde España su conmovedora elegía “Alberto Rojas Jiménez viene volando”, estremecedor poema al hermano muerto.
Años después, bautiza la taberna de su casa en Isla Negra como Alberto Rojas Jiménez. Seguirá recordándolo hasta los últimos días de su vida.
Desde 1940, una calle lleva el nombre del poeta trágico. Una corta calle que se ubica en Vicuña Mackenna, casi esquina con Santa Isabel.